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Policiales |OCURRIÓ EN LA PLATA

Las Viudas Negras de Macondo y el saco de los bolsillos cosidos

Leyenda urbana de la noche platense, luego caso policial cierto, las andanzas de dos mujeres “vestidas para matar” que dejaban a sus amantes dormidos y sin un peso

Las Viudas Negras de Macondo y el saco de los bolsillos cosidos
Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

28 de Febrero de 2021 | 05:33
Edición impresa

- “Yo, si hay algo que odio es la mentira”.

Era su frase de apertura, su primera jugada sobre el tablero de la seducción. No podía faltar un suave parpadeo, cuestión que se notara que tenía los ojos turquesa, como valor agregado a una piel blanca y un cabello largo y azabache. A veces la completaba diciendo que ella tenía “un gran defecto, la sinceridad”. Nunca, ninguno de sus interlocutores le preguntó cómo era que para ella la sinceridad podía ser un defecto. Acaso los tipos estaban más ocupados en alcanzarla, en el más literal de los sentidos, que trenzarse en discusiones que vaya a saber si no terminaban arruinándoles la chance.

Las Viudas Negras de Macondo fueron durante décadas una leyenda urbana de la noche platense hasta que apareció información concreta, tanto que hasta algunas fuentes les pusieron nombre y apellido y que prefieren mantener en las sombras. Será porque Adriana y Pimienta son hoy señoras que ya pasaron los 60 años y que si tuvieron algo que pagar, ya lo pagaron.

A veces la completaba diciendo que ella tenía “un gran defecto, la sinceridad”

 

Según las enciclopedias, la Latrodectus Mactans es una araña de la familia de las Therididaes, popularmente conocida como Viuda Negra porque generalmente la hembra se come al macho después del apareamiento. A veces el macho escapa, solo para volver a correr el riesgo y aparearse otra vez. Pero la mayoría de las veces se queda en la tela de la hembra y se resigna a servirle de alimento. Quién quiera polemizar sobre si esta conducta coincide con la de algunos humanos, estará en su derecho.

LAS DAMAS DEL ROPHY

En los manuales del hampa, las Viudas Negras duermen a su hombres y les comen todo lo que sea de valor material. En el tiempo de Adriana y Pimienta se decía que usaban “Rophy”, nombre popular de un fuerte somnífero que al decir del sitio narconon.org.es “se le conoce como la droga de la violación porque es incolora, inodora, de acción rápida, que se puede deslizar en un trago, dejando a la víctima con poco o nada de memoria sobre lo ocurrido”.

El mismo detective jubilado que en una entrega anterior dio una versión desconocida del famoso Casamiento de la San Ponciano, dejó hace algunas semanas un aviso. El hombre había prometido contar algunas otras historias de su vida como investigador privado en La Plata de fines de los 70 y principios de los 80. Esta vez el encuentro no fue en la casona de Parque Saavedra sino en un vivero de la periferia.

- ¿Usted conoció a Juan Carlos Morales, el dueño del boliche Macondo?, preguntó.

Después de decirle que además de conocerlo tenía de él recuerdos entrañables, me dijo: “fue cliente nuestro en la agencia, nos contrató por un asunto que lo tuvo muy preocupado”.

No hizo falta que preguntara más. El hombre se acomodó en una reposera en un rincón del plantío, pidió disculpas por no tener nada que ofrecer para tomar y arrancó.

Contó entonces que “Morales era un tipo muy serio, que conocía muy bien el negocio de la noche. Tenía amigos por todas partes y muchos de ellos eran clientes de su boliche, ahí en la calle 45”.

EL SUEÑO DEL TAXI PERDIDO

Y contó que un domingo por la noche, a principios de los 80, un muchacho que era habitué pidió hablar con él. Era un tipo de unos 30 años, tirando a petiso, pelo crespo, la cara demasiado arrugada para la edad que tenía. El tipo no era un espanto pero para galán de cine, no daba.

Morales lo recibió en una oficina que tenía en el primer piso del boliche donde se trenzaba en largas charlas, con mucho cigarrillo y su whisky favorito. Tenía tantas cosas para contar que parecía cierto eso que se decía de él: “antes de salir, la luna le pregunta al Negro Morales qué tal está la noche”.

De entrada nomás a Morales le extrañó que el visitante desechara el convite de un vaso de J&B en las rocas y pidiese nada más que un vaso de agua. Fue la primera señal de desesperación que dio aquel hombre que por momentos parecía arrepentido de haber pedido la entrevista.

Para tranquilizarlo, Morales lo fue empujando con delicadeza hacia otros temas. Que el fútbol, que las mujeres, que la ciudad. Cuando quiso acordar, el cliente ya tenía en las manos un vaso de J&B como el que antes había rechazado. Y entre sorbo y sorbo se despachó con las razones de su vergüenza y pidió a ver si él lo podía ayudar.

Pese a la discreción con que se decidió tratar el asunto, los rumores florecieron

 

“Ayer sábado vine como todos los sábados. En la barra, entrando a la derecha había dos chicas. Una rubia, linda, y una morocha tremenda, exuberante. Yo no soy Alain Delón, pero nunca pierdo la fe. Por eso le sonreí y ella me sonrió. Te la hago corta, Negro. Salimos a bailar, después fuimos al reservado del fondo y en un momento le dije de ir a otro lugar”.

Lo que siguió, está en los manuales. El hombre se despertó poco antes del mediodía con la sensación de haber prestado su cabeza para que patearan un tiro libre. Mareado, la boca pastosa, el estómago revuelto y todo, todo el departamento también. La morocha no había dejado puerta sin abrir, cajón sin revolver y fondo de tarro sin rascar.

“Todo, Morales, me robó todo. Yo me iba a comprar un taxi y no la quería poner en el banco”, contó el tipo con el último trago de J&B, mientras estiraba discretamente el vaso con la esperanza de que volvieran a llenárselo.

HIELO EN LA BAÑERA

Cuentan que aquel primer relato fue la punta del ovillo. Pero que no fue fácil desenredar la madeja porque ni el que decía que no era Alain Delón ni los otros que relatarían situaciones similares, habían reunido coraje para hacer una denuncia policial. La vergüenza resultaba más pesada que el daño recibido.

Pese a la discreción con que se decidió tratar el asunto, los rumores florecieron. Y no faltó quien asegurara haber oído que “un primo de un vecino de la novia de un conocido” había sido víctima de las Viudas Negras de Macondo y ahí andaba por la vida con un riñón menos. Es que en aquellas noches no existían los puestos de comida callejera y los que salían de los boliches reponían fuerza en los bares que se mantenían abiertos hasta muy de madrugada. En la península que forma la diagonal 74 con la calle 45 había uno que se llamaba Cottate en una superficie extensa que con el tiempo fue divida en varios locales. Entre cafés dobles y sacramentos de jamón y queso, germinaban las historias y así es como las habladurías de las Viudas Negras, condujeron al famoso caso del tipo que se despertó en una bañera llena de hielo y con un riñón menos.

Las historias sobre “robo de órganos” fueron durante mucho tiempo -quizá hoy también lo sean- tema de conversación. Decenas y decenas de informes oficiales han asegurado que nunca existieron en Argentina casos probados de tráfico de órganos, aunque todavía siga en el misterio el destino de la doctora Cecilia Enriqueta Giubileo, desaparecida a los 39 años en la madrugada del 17 de junio de 1985 de su trabajo en la Colonia Manuel A. Montes de Oca, en el partido de Luján, un lugar de alojamiento y tratamiento de enfermos mentales, algunos con impresionantes deformidades.

“La cuestión es que nos contrataron para agarrar a las Viudas Negras con la mayor discreción posible”, contó el veterano detective.

El plan para terminar con las Viudas Negras de Macondo enfrentó algunas dificultades. La primera fue que las mujeres espaciaban sus golpes y podían pasar meses hasta que regresaran al boliche. La segunda, que en ese tiempo Macondo era, como rezaba su slogan “el lugar de la ciudad” y según datos de quienes trabajaron ahí, había noches en que llegaba a recibir hasta cerca de 2.000 personas. “Algunos decían que Macondo era grasa, pero más tarde o más temprano los veías ahí”, recuerda uno que conoció bien ese paño.

Una noche de sábado de los carnavales de 1984 alguien creyó ver a la morocha junto a la pista en bajo nivel que tenía el boliche. Se decía que esa pista alguna vez había sido levadiza, con la asistencia de un montacargas por debajo, cuando en años anteriores a Macondo funcionaba ahí un boliche que se llamaba Karamba. Y que una noche el mecanismo falló y le destrozó el pie a una piba. El juicio que vino pulverizó al negocio y el local fue ofrecido en alquiler hasta que nació Macondo.

Pasaban los meses, los rumores crecían y las Viudas Negras no aparecían

 

En ese entonces, las mujeres no bailaban solas y se limitaban a seguir el ritmo de la música sin entrar a la pista. En eso andaba la morocha y no muy lejos de ella, su compañera, la rubia que aceptó salir a bailar con el “cebo” que le habían mandado.

Vaya a saber qué falló, pero en un momento la morocha pasó junto a la rubia y le hizo una seña. Puso los dedos en V y se golpeteó tres veces en un hombro como para indicar que el galán que tenía enfrente llevaba “tiras”. Que era policía. La rubia dejó pasar la canción que sonaba y otra más antes de anunciar que se iba a sentar. El galán propuso acompañarla y tomar algo. La rubia no perdió tiempo y le clavó un puñal en el centro de la autoestima; “no tengo interés”, dijo, y pegó media vuelta.

Con otro corte de cabello, otra ropa, a veces hasta con peluca, las Viudas Negras regresaban y siempre había alguien que terminaba contando su infortunio, como el de despertarse solo y con los bolsillos pelados en el cuarto de un albergue transitorio.

Pasaban los meses, los rumores crecían y las Viudas Negras no aparecían. Hasta que ocurrió el asunto del saco de los bolsillos cosidos.

Un joven que era empleado en Vialidad pasó por la entonces casa Sol-Mor y se compró un saco sport, un media estación tirando a liviano que planeaba usar como complemento de la vestimenta elegida para ir a Macondo, donde en sus primeros años no se permitía el ingreso de varones con pantalones de jean y ni hablar de pretender entrar en zapatillas. El saco venía con los bolsillos cosidos, una técnica de los fabricantes para que las prendas no se deformen entre prueba y prueba. La noche en que decidió estrenarlo, al tipo le pasó lo que suele pasar en muchas casas: no aparecía la tijera. Para no demorarse y mantener el saco impecable, arrancó al baile con los bolsillos cosidos. Habrá sido el destino o la pinta que había logrado con el saco nuevo, el asunto es que terminó en la cama con una de las Viudas Negras que se llevó flor de sorpresa al comprobar que la “víctima” tenía los bolsillos cosidos. Se llevó entonces lo que había en el pantalón y se quedó con la duda sobre aquellos bolsillos cosidos. El tipo le contó a un amigo taxista su vergonzosa experiencia con la Viuda Negra. Y en la loca ruleta de las casualidades, una noche el taxista oyó a dos jóvenes pasajeras que hablaban bajito, pero que no habían podido evitar un estallido de carcajadas al acordarse de “el salame que andaba con los bolsillos cosidos”. El taxista tomó nota del barrio y la casa donde dejó a las pasajeras: por 122 y 42. Pasó el dato a su amigo y éste se encargó de hacerlo llegar al lugar indicado.

Los detectives privados se corrieron y el caso quedó en manos de la policía.

Por los robos en los boliches, porque luego se sabría que no actuaban solamente en Macondo, fueron detenidas in fraganti en un departamento de la calle 60, después de un seguimiento al advertir que un hombre que andaba por los 50 años había salido del boliche acompañado por las dos. Sin orden de allanamiento, la policía las esperó en la puerta y les secuestró todo lo que le habían robado al dueño de casa. En la cartera de Pimienta encontraron dos blister de Rophy y una receta adulterada para intentar comprar otra caja. Adentro, el “galán”, dormía como un angelito.

Sin orden de allanamiento, la policía las espero en la puerta y les secuestró todo

 

Varios meses después Pimienta, la morocha de los ojos turquesa, cayó otra vez por una entradera (que por entonces las había) a una pareja de adultos mayores en 72 entre 9 y 10.

A 35 años en el tiempo, uno de aquellos investigadores recuerda que alias Pimienta, era hermana de un hampón al que le decían La Chiva. La rubia, Adriana, logró despegar. Cuentan que tiempo después se casó con un carnicero de Ensenada, que cambió su vida cambió por una sin aventuras pero también sin peligro.

Pimienta, en cambio, dicen que se vinculó con otros hampones de la época. Que “siguió eligiendo mal”, aunque eso es según como se mire. Si los hombres “buenos” la aburrían, acaso no era su culpa. Los que saben de interpretar las conductas humanas dicen que eso se llama “elección inconsciente” y que forma parte de las cuestiones más difíciles de entender que tiene el alma.

Pimienta un día decidió ejercer la prostitución, cuando la Zona Roja no era tan roja. Y cuentan que empezó a alejarse de las calles cuando las travestis fueron copando la parada y florecieron las peleas. Y que una noche, en 1 y 65, Pimpienta vio brillar la punta de una faca buscándole el ombligo. Un amigo taxista la llevó al Policlínico y ni bien la cosieron se levantó y se fue antes de que le dieran el cóctel de antibióticos.

Hay quienes aseguran que ya con más de 60 años, de vez en cuando Pimienta vuelve a la calle. Que a veces lleva el cabello colorado, otras rubio o el azabache natural de sus años mejores. Dicen que en el turquesa de los ojos todavía le baila algún reflejo perdido de aquellas noches de Macondo.

Cuando le alcanzaba, apenas con un parpadeo.

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