Qué no hay que ver: “Selena”, otra serie biográfica lavada

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Por GERMÁN JAIME

Este es, al menos por ahora, el adiós: he decidido emprender un viaje escapando del ruido moderno que deploro y denuncio desde esta breve columna, y ese proceso radical de desintoxicación implica dejar de escribir sobre cine y cultura. No es una decisión coyuntural, no es una cuestión de que buscaré parajes donde no haya wi-fi para desconectarme de todo: pretendo hacer lo que predico y dejar de perseguir el presente perpetuo, dejar de ansiosamente consumir novedad tras novedad para luego analizarlas y desecharlas (como si de una autopsia se tratara). Quiero volver a tener tiempo para mirar el techo.

Y uno de los objetivos de este espacio era, justamente, advertir al espectador a que no pierda tiempo en pavadas, en un tiempo donde la marea de contenidos es difícil de explorar. Que no pierdan tiempo, por ejemplo, en “Selena”, la serie de Netflix sobre Selena Quintanilla. No es este un comentario con saña: no importa tanto que sea una serie banal, estereotipada y con miedo a meterse en el barro, sino que el producto, como varios que he analizado aquí, reproduce características que considero problemáticas no porque ofendan mi supuesto “buen gusto” (eso lo dejo para la charla de café) sino porque son síntomas de un rumbo al que la industria está virando en esta era de “contenidos” creados para un consumo voraz e irreflexivo. Una cadena de producción alienante que lo que produce son views, likes y big data. Los humanos de “Wall-E”.

Esto lo traigo a colación porque aunque no tengo Twitter (una de las tantas redes sociales que alimenta el ruido de la vida moderna y sumerge al consumidor en un estado de alerta constante) me acercaron algunos comentarios sobre el último texto escrito aquí, sobre “WandaVision”. Los argumentos que volqué y me discuten no me interesan tanto: en definitiva, todo análisis es subjetivo. Sí me interesa la discusión filosófica: ¿es válido criticar “en contra”? Algunos colegas y usuarios de la red plantearon que era un desperdicio de caracteres y un derrochero de odio hablar de lo que “no” en lugar de lo que “sí”. Comprendo su preocupación por alimentar a la bestia de las opiniones absolutas, desde ya, pero, por otro lado, no puedo concebir la labor crítica sin interrogar los rumbos de la industria global del entretenimiento.

Un estudio y tres plataformas controlan hoy un enorme porcentaje del entretenimiento al que accedemos: si uno ve en ese flujo de contenidos problemas, ¿cómo no señalarlos, como críticos? Hay que dar la batalla cultural defendiendo lo que amamos, como decía Rose Tico en “Star Wars”, pero acto seguido no dudaba en disparar contra el imperio…

Esta batalla cultural es, sin embargo, sospecho, menos relevante de lo que la solemnidad de este texto plantea. No porque no sea relevante quién controla lo que vemos, lo que cría a nuestros hijos y forma valores, sino porque, en definitiva, es una batalla que creo perdida. Pero uno se inventa misiones porque sino, ¿qué es la vida? Lo interesante, en todo caso, está en la discusión. Espero que este espacio haya servido para alimentar debates más de lo que ha servido para irritar consumidores.

 

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