Pérdidas reales

Edición Impresa

Rosana Grisolía,

Psicóloga

El duelo, en tanto proceso, refiere a un trabajo en que las pérdidas sufridas en lo real, puedan ser elaboradas en lo psíquico. Las personas en el transcurso de la vida enfrentan pérdidas.

El fallecimiento de un ser querido, pero también – aunque con connotaciones diferentes- un retiro laboral, una enfermedad, el transcurrir desde una etapa vital hacia otra, los cambios en las relaciones, las rupturas amorosas, las mudanzas, quiebres o modificaciones en la condición de trabajador o en la situación económica -entre otras situaciones vitales- implican para el sujeto atravesar duelos.

Si algo se pierde o modifica en lo real, el sujeto debe realizar un esfuerzo que implica temporalidad. A través de él, podrá paulatinamente -y a partir de una labor pesarosa- reconocer y aceptar aquellas modificaciones acaecidas en la realidad, y aquello que se modifica en él (por cuanto, en el mismo psiquismo deben operar transformaciones derivadas del hecho cierto que acontece en lo exterior y vincular).

Ahora bien, los niños también experimentan duelos ante las pérdidas. Algunas de estas están implicadas en el mismo hecho de “ir viviendo”.

Ejemplos significativos que madres o padres recuerdan (“dejó la teta y no quiere comer la papilla”, “lloró durante una semana al ingresar al jardín”, “está silencioso, no quiere hablar desde que murió el abuelo”, “a partir de nuestra separación, está rebelde, no hace los deberes”) son indicadores de modos peculiares con que cada niño expresa su afecto, su dolor, las formas en que transita distintas pérdidas.

Ahora bien, cuando muere una persona vinculada afectivamente al niño, no solo es menester que opere el proceso del duelo, sino también es necesario que los adultos estén presentes, por cuanto son ellos quienes deben comunicar, contener, acompañar. Muchas veces esta disponibilidad se dificulta por cuanto quienes están a cargo de la crianza transitan, a su vez, procesos dolorosos de pérdida.

¿Cómo acompañar a los hijos?

Por una parte, a partir de la palabra. Si bien no todo puede ser dicho, es necesario que -desde la propia forma en que cada sistema familiar pueda entenderlo- se comunique lo acontecido. No hacerlo, no implica que el niño no perciba. La palabra significa y alivia la incertidumbre y los temores que pudiera experimentar.

A su vez, se debe tener en cuenta de qué manera ese mensaje debe ser codificado, expresado, transmitido. Para ello, es menester considerar cuál es la escucha del niño, qué uso de la lengua y con qué representaciones de las pérdidas ese niño pudiera trabajar de acuerdo a su edad y a su entendimiento.

Especial importancia merece el conocimiento del vínculo que ha guardado el niño con la persona fallecida, la intensidad del afecto, las maneras de manifestación del mismo, y las posibles expresiones con que pudiera manifestar el dolor y que pudieran ser conducentes para la elaboración psíquica de la pérdida.

De ello se deriva la disponibilidad que deben asumir los padres para recibir desde el niño las manifestaciones de afecto y aún las conductas que lo vehiculicen, lo cual permite al niño saber que, pese a lo que se pierde, siempre habrá una persona significativa que esté allí para sostener, acompañar, y ser receptáculo y facilitador de las expresiones que el niño necesite exteriorizar.

Se trata, entonces, de comunicar acorde a lo que el niño -como receptor- puede interpretar, ser capaces de leer lo que nos quiere expresar, estar para contener y acompañar, brindar afecto y disponibilidad para él durante el proceso que deba transitar.

También, poder percibir cuando alguna conducta, reacción o modificación en su estado anímico pudiera ser indicador -no ya del tránsito por un duelo normal- sino de alguna perturbación anímica que requiriese algún abordaje específico, ante dificultades no esperables en la elaboración psíquica de la pérdida.

Pensar que la vida misma implica cambios -lo que conlleva que algo se pierda y algo nuevo acontezca- sería, tal vez, un marco posible para poder integrar la idea de la muerte a nuestro propio devenir.

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