Ocurrencias: fanatismo animalistay mascotas reverenciadas

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Alejandro Castañeda

afcastab@gmail.com

La animalada no se entrega. Desde sus madrigueras colorean una actualidad donde sobran enjaulados y trampas. El bicherío anda desorientado. Muy mimados algunos, muy complicados otros. Los pájaros platenses cantan más temprano por culpa de las luces led y la contaminación sonora. Se despiertan confundidos porque, aquí, hasta el amanecer es falso. Y muestran a su manera que ya no hay sosiego ni arriba de los árboles. Los gallos de las orillas por suerte mantienen su puntualidad. Sin novias fijas y lamentando la ausencia de ponedoras caseras, los viejos gallos cantan al arrancar la jornada, como avisando que hay que prepararse, porque lo que viene despuntando obliga a estar alerta. Y en medio de ese paisaje, en nombre de una corrección política pasada de rosca, el animalismo fanático sobreprotege exageradamente cualquier mascota.

Lo de los carpinchos de Nordelta fue casi un desembarco colonizador que le abrió los ojos a otros colegas montaraces. Los zorros que aparecieron en las últimas semanas en la Ciudad primero tomaron nota del trato que reciben los carpinchos de barrios selectos, pero se convencieron del todo cuando vieron que aquí los perros salen a pasear en auto, se les guarda la caca, tienen menú a la carta, andan perfumados y usan bufandas y zapatos. Al reparar en esos detalles, los zorros más audaces dejaron atrás los yuyales y salieron a buscar comida y respeto por las diagonales.

Mientras la gente le dispara a las grandes ciudades por inseguras, los animales se refugian en esas urbanizaciones donde sobran escondites y novedades. Las ballenas vienen a morir cerca de los muelles, los gatos viven bajo techo, arropados por alfombras y caricias, los carpinchos ya figuran en las expensas y los perros se transformaron en pensionistas orondos y displicentes, con un “all inclusive” que más de uno quisiera.

El amor exagerado a las mascotas no tiene límites. A la sombra de esos ejemplares privilegiados, los veterinarios cada vez tienen más trabajo y más aplicaciones. No sólo deben curar y medicar, sino también tienen que saber administrar dosis apropiadas de acicalamiento. Hay que bañarlos, perfumarlos y recurrir a tinturas y afeites y hasta contratar un coach si el cachorro anda fallando. El Tratado de los Derechos del Animal va siendo más urgente que los tratados de paz. Pero los perros que han salido del armario van dejando en el camino su viejo instinto. Tienen psicólogos, celebran la fiesta de cumpleaños y comparten cama, pero deben extrañar la tierra entre tantos pisos flotantes.

El fanatismo por los animales, eso sí, debería darle inmejorable lugar al ratón, tan despreciado pero tan necesario a la hora de ponerse al servicio de la humanidad. Colaboran sin chistar ni pedir mimos para lanzar vacunas, mejorar tratamientos, anticipar fecundas líneas investigativas, pero curiosamente son despreciados por unos animalistas que gastan plata y cariño en domesticar esos chuchos que ni siquiera te van a echar una mano cuando estés resfriado.

Tiempo atrás, el Colegio de Veterinarios de la Provincia lanzo una advertencia: “No humanizar a las mascotas, porque atenta contra la autonomía, rasgos y necesidades del animal. Los animales con los que convivimos son parte de la familia y en ocasiones con la intención de demostrar el cariño, se cae en el error de humanizarlos”, alertaron desde la entidad profesional, explicando que la humanización o antropomorfismo consiste en adoptar cualquier actitud que asigne emociones, características, actitudes e inteligencia típicas del ser humano a un animal”.

Los responsables del Colegio detallaban a modo de ejemplo que “a un perro humanizado se le restringe la expresión de conductas de su especie como oler otros animales, revolcarse en el pasto o escarbar para esconder algún objeto”. En su lugar, agregan, “se le asignan otras acciones propias de los humanos, como celebrar cumpleaños, llevar ropa o consumir alimentos no adecuados” para su naturaleza o salud.

Lo de los carpinchos de Nordelta fue casi un desembarco colonizador que le abrió los ojos a otros colegas montaraces

Al enumerar las “consecuencias de invisibilizar las necesidades físicas, afectivas o sociales de los animales en función de atribuirles acciones o características humanas”, los expertos explicaron que éstas “varían desde trastornos en la conducta hasta problemas como irritabilidad, agresión, hiperapego, alteraciones de salud derivadas de una alimentación inadecuada para su especie (obesidad), estrés por falta de enriquecimiento ambiental o por imposibilidad de mostrar su comportamiento natural, o inseguridad por falta de sociabilización”. Fin del documento.

¿Está claro? Si el fanatismo del maquillaje perruno no afloja, van a tener que mandar los pichichos a una academia para que reaprendan a ladrar. Los veterinarios, con buenos propósitos y sobrados conocimientos, advierten que hay que seleccionar con mucho cuidado: si una familia quiere tener un perro con buenos modales, que alterne en la mesa y no deshaga la cama, entonces no se queje si cuando entra un ladrón le mueve la cola de bienvenida. Pasa como aquella condesa muy selectiva que cuando le preguntaron por qué mataba ciervos pero no jabalíes, respondió con calculado desgano: “Y bueno… una no puede estar en todo”.

Hace un año, un congresista propuso la Ley Conan, en homenaje a ese perro presidencial que le dio lecciones de cordura y estrategia a Milei. Los descabellados fundamentos de ese legislador apuntaban más a reverenciar que a cuidar los animales, que, obviamente, merecen respeto, buen trato, cariño y consideración. El proyecto, que afortunadamente no prosperó, pretendía honrar a Conan con una legislación sinuosa y exagerada que de alguna manera se emparentaba con aquel Chávez que se había reencarnado en un pajarito que aconsejaba (evidentemente, mal) a Maduro. Los dos casos extremaban la corrección política y se acomodaban malamente a un fanatismo animalista que tiene al atrevimiento de considerar a las mascotas, no como parte de la familia, que es entendible, sino como un “hijo” más, una aberración incomparable que, hijos al fin, como somos todos, deberíamos repudiar.

Si la corrección política sigue haciendo escuela y el fanatismo animalista avanza, dentro de unos años va a ser obligatorio tener mascota.

 

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