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Por LUCIANO SANGUINETTI
Luciano Sanguinetti (*)
La irrupción de Salvini en Italia, Trump en EEUU, y Bolsonaro en Brasil habla de una ola de cambios mundiales que testimonian, luego de más de 30 años de globalización económica y cultural, que los países vuelven a cerrarse, a erigir muros, a marca fronteras, hacia afuera y hacia adentro. La pregunta es si estos cambios son definitivos o transitorios. Es evidente que somos parte de un proceso a transición política en donde nuevos actores desafían a los partidos políticos tradicionales, a las viejas clasificaciones de izquierda y derecha, o más aún, a las verdades consagradas de lo que se denomina como lo políticamente correcto, sin embargo no hay que dejar de observar que estos cambios no devienen sólo del “gran rechazo” a una economía global que concentra riquezas y expulsa poblaciones, sino también de la mutación civilizatoria producto de una transición tecnológica y social más profunda con consecuencias directas en tres órdenes de la vida humana: los modos de estar juntos, los modos de producir y consumir, y los modos de construir sociedad. Acaso también esta marea más profunda nos permitan comprender las novedades en la superficie.
Esta cuarta revolución tiene en la robótica y la automatización, en la Internet de las cosas y la hiperconectividad, y en la Inteligencia artificial, esa capacidad de las máquinas de reinterpretar su entorno y generar respuestas nuevas, sus fundamentos. La primera trae transformaciones fundamentales en el mundo del trabajo: el trabajo cognitivo reemplaza al trabajo manual. La segunda implica cambios en las dimensiones de tiempo y espacio. El largo proceso de achicamiento del mundo que comenzara en el siglo XV con la imprenta, culmina hoy en un mundo del tamaño de nuestras redes sociales. Hiperconectados, todos estamos al alcance de la mano de todos. Urbi et orbi. La tercera implica la aceleración de la transformación que inició el hombre en el principio de la humanidad. Las herramientas ahora piensan solas y se adaptan al entorno.
Estos cambios tienen implicancias en todas las actividades humanas. Por eso se habla de un cambio civilizatorio. Como fue la agricultura, la imprenta, la electricidad, hoy el entorno digital reordena la existencia humana. Hay en el mundo 4.000 millones de personas conectadas a Internet (50% de la población mundial). En Argentina hay ya 37 millones de usuarios conectados a la web (78% de la población), 34 millones de usuarios de redes sociales (74%) y 29 millones de argentinos tienen acceso a dispositivos móviles (66%).
Las consecuencias en el terreno de la política son visibles e irrevocables. Las escalas de lo político se transfiguran: lo internacional, lo nacional y lo local, se intersectan y se cruzan. Procesos similares se viven hoy en Brasil, en México o en Uruguay y nuestros debates públicos son también los suyos. La visibilidad y transparencia de la política se vuelve un hecho cotidiano. La clase política ha perdido su aura (esa lejanía que hacia la diferencia y que le garantizaba el respeto), rendida ante los medios electrónicos, las redes sociales, como si estuvieran encerrados en un Gran Hermano, ante los ojos escrutadores de los electores. Otra consecuencia de la digitalización del entorno es la desjerarquización de las estructuras partidarias: los partidos políticos son hijos de los medios impresos, son producto de una jerarquización moderna determinada por los estados nación. Las redes sociales hacen explotar esas jerarquías y disuelven todo en lo común, en lo ordinario: el debate por el aborto como el estudio complejo de un presupuesto nacional o el último escándalo de la nueva diva de la televisión se ponen en la misma serie en una continuidad que los horizontaliza. El FMI ya no es un organismo impersonal de los países poderosos, sino Lagarde, una señora canosa que nos anuncia sus medidas por televisión, como cualquier otro personaje del mundo de la farándula. La fragmentación y aleatoriedad de los actores es otra de las consecuencias de este mundo desestructurado: todos se vuelve líquido, lábil, poroso, y los actores políticos bailan sin demasiada coherencia una partitura en la que es difícil distinguir una melodía. Todos son intercambiables, y parecieran iguales. Pero cuidado, no todo es lo mismo para las mayorías, por eso, el “gran rechazo” a la dirigencia política, que pareciera haberse beneficiado con el caos, se expresa en las victorias de los outsiders. Una última deriva del mundo de las redes es que surge una ciudadanía nodal y universal. Cada individuo es un nodo de una infinita red. La información circula fuera de cualquier institución legitimadora. ¿Qué es pertinente? ¿Que es verdad? Es casi imposible decirlo. Volvemos a un mundo de creencias. De fe. La política de redes, reticular, individual, de contacto, que explota las antinomias (me gusta/no me gusta), se ha vuelto el eje de la polis. Ya no hay tiempo para los argumentos, para las tácticas, para los procesos de largo aliento. Todo es ahora y aquí.
¿Qué podemos hacer? Primero, no desconocer el proceso. Luego actuar en el nuevo contexto, el vacío en política no existe. Los lugares vacantes se llenan de oportunistas y demagogos. Por último comprender que la nueva comunicación, también es una nueva política. Un nuevo modo de estar juntos.
(*) Concejal por el Frente Renovador
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