Racismo, violencia y muerte: la polémica cinta de Kathryn Bigelow que odia todo EE UU
Edición Impresa | 7 de Febrero de 2018 | 03:29

Pedro Garay
En silencio, paradójicamente, la explosiva “Detroit” dejará la cartelera local mañana: la cinta llegó a los cines precedida de una importante polémica que terminó por relegar al visceral filme de Kathryn Bigelow de los grandes premios, lo que para muchos especialistas constituye una gran injusticia, pero que otros aplauden.
Porque resulta que Bigelow fue acusada por buena parte de la prensa norteamericana de contar la resistencia negra siendo blanca y, al hacerlo, realizar una lectura de derecha de los hechos acontecidos durante las revueltas de Detroit, en 1967. Bigelow se concentra en un hecho particular y poco conocido dentro de aquellas revueltas, una noche en que tres policías blancos aterrorizaron y mataron a varios jóvenes negros, y si bien hay una clara declamación contra el racismo profundo que maneja la ira de la fuerza, también, señaló la crítica, hay una sorprendente ausencia de militantes negros y de muestras de resistencia y poder de la comunidad.
Especialistas de periódicos prestigiosos como The New York Times han señalado que estas ausencias se debe a que es una directora blanca, con un guionista blanco, quienes narran una historia negra, aunque otras visiones son posibles: “En Detroit (la película) no hay militantes aunque en Detroit (la ciudad) los hubiera: Bigelow no es una cineasta progresista. Su idea, como la de Chateaubriand ante la Revolución Francesa, es que no hacía falta el Terror para que Francia evolucionara hacia la democracia”, opina el crítico de cine Quintín en su reseña escrita para el sitio A Sala Llena.
Bigelow podría no estar predicando desde las alturas sino asumiendo el punto de vista de Martin Luther King, quien predicaba la no-violencia como forma de resistencia a la opresión (en contraposición a Malcolm X). Un debate clave en aquellos años, que Bigelow explora con sutileza, porque la resistencia pacífica conduce a la muerte de varios jóvenes en aquella fatídica noche.
Estas lecturas más matizadas de la película no fueron el eje de las ácidas críticas que la película recibió en Estados Unidos, concentradas en el color de una cineasta acusada de reaccionaria en el pasado (gracias a “La noche más oscura”, que para muchos justificó ciertos usos de la tortura: yo vi una película mucho más ambigua y amarga, al igual que en “Detroit”), en un momento donde la industria toda, incluidos los críticos del país del norte, claman por mayor representación de las llamadas minorías en el exclusivo club varonil y blanco de Hollywood.
Pero como Quintín, buena parte de la crítica argentina ha reaccionado con fuerza frente a las últimas avalanchas de corrección política en las lecturas del cine. En la mayoría de los casos, creo que no se trata de una postura conservadora ideológicamente, de rechazo a los movimientos que piden igualdad; tampoco a una idea de que el arte debe analizarse desde una postura imposiblemente apolítica, solo estética; sino contra la idea del prisma único, de un único modo de analizar el cine. La corrección política puede volverse restrictiva y dogmática, anular otras lecturas y cancelar así posibles debates, más aún en tiempo de luchas, de grietas y de Twitter.
Bigelow dirige, en ese sentido, contra la corriente, con un cine que evita las interpretaciones simples y el dogmatismo: quizás, en el actual clima, “Detroit” estaba condenada de antemano. Pero tal vez con consciencia de esa situación, Bigelow y el guionista Mark Boal escribieron un personaje, el “culpable”, que no admite grises, y resulta particularmente problemático: en un relato que apunta a mostrar las sutilezas y profundidades de la problemática del racismo, aparece un villano imposible, un policía malísimo encarnado por las cejas arqueadas de Will Poulter, que es un problema tanto narrativo (en una cinta sumamente realista, que evita épicas y deconstruye el suspenso a través del horror, hay un villano salido de las historietas) como ideológico. Porque si el problema es un malo malísimo, el problema no es la fuerza policial y su historial de abusos contra las minorías. Si hasta el jefe de Poulter le grita “racista”.
Esta decisión tiene un lado B: abona a la sensación de claustrofobia y terror que construye (siempre magistral desde la puesta) Bigelow, que capta el horror psicológico de ser negro en Estados Unidos, un terror metafísico, subjetivo, se filtra entre los intersticios de una puesta realista, como una forma de antimateria (idea también explorada, aunque desde el género, por Jordan Peele en “Get out”).
“Detroit” es así una cinta polémica, lograda pero imperfecta, y que escapa (que busca escapar) a varios de los casilleros en que ha querido ser encajada, busca incomodar, sembrando la semilla del debate, que es, al fin y al cabo, uno de los aspectos más útiles para una democracia que puede aportar el arte.
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