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Séptimo Día |UNA RECORRIDA CONTEMPORÁNEA POR LAS RUINAS TROYANAS

Entre el mito y la realidad

El misterio de las joyas de Helena de Troya. El rol cumplido por el arquéologo alemán que descubrió en 1871 la ciudad sitiada por los griegos hace tres mil años, ubicada en la hoy Turquía. Un patrimonio universal

Entre el mito y la realidad

Murallas de la ciudad en las ruinas de Troya en Canakkale, Turquía

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

6 de Octubre de 2019 | 07:02
Edición impresa

El micro trepa por el monte Ida, en la costa de Turquía. A la izquierda el Egeo y sobre el espejo del mar la silueta de la isla griega de Lesbos, que fue la patria de Safo, la poetisa de la antigüedad que compuso poemas de amor apasionado a sus compañeras y que dio origen al término lesbianismo. El contingente de viajeros va en busca de la Troya homérica.

Se llega a la cumbre y allí, en la meseta que se extiende por la provincia de Canakale, el micro avanza hacia la colina de Hisarlik, donde se encuentran las ruinas de Troya. Mejor dicho, las ruinas de las nueve Troyas descubiertas, una sobre otra, recién a fines del siglo XIX, después de haber sido por cinco mil años una ciudad a la que se creías sólo literaria. La guía turca Tina Pinto prepara a los viajeros: “En Troya la mitología se encuentra con la historia”, dice.

El paisaje es montañoso y arbolado, bajo un sol que no cesa. Una playa de estacionamiento y lo primero que se ve a la derecha es un enorme caballo de madera, de unos veinte metros de alto. Representa, claro, el caballo mítico, el artilugio usado por los aqueos para esconderse en su interior y lograr ingresar a la ciudad fortificada de Troya, para vencer a los desprevenidos troyanos, tal como lo contó Homero. Allí, detrás del caballo están los molinetes de entrada hacia las ruinas. Allí esperan el mito convertido en realidad, la misma luz y el mismo aire que respiraron Héctor y Aquiles.

Ocurrió que a mitad del siglo XIX un abuelo alemán le leía todas las noches a su nieto, Heinrich Schliemann (1822-1890) párrafos de la Illíada y el chico terminó por soñar en que él seria quien descubriría a la ciudad de Troya. “Abuelo, un día yo voy a encontrar Troya y también el tesoro de Helena”, le prometió ese niño.

Helena, hija de Zeus, fue representación de la belleza femenina para los griegos, al punto de que se hizo un concurso para elegir a su marido. El afortunado fue Menelao que llegaría al trono de Esparta. Se casaron, pero la visita de un príncipe troyano, Paris, trastocó al matrimonio. París se enamoró de Helena y esta accedió a huir con él a Troya.

La decisión de Menelao de recuperar a su mujer originó la guerra de Troya, que duró diez años. Se dice que todos los príncipes griegos embarcaron en una flota de mil naves con destino a la ciudad gobernada entonces por Príamo. Luego de invadir a Troya, Menelao se reconcilió con Helena y volvió con ella a su patria, pero dejaron en la ciudad, entre otras pertenencias, las joyas de Helena, el después llamado “tesoro de Príamo”.

Schliemann, dueño de una inmensa fortuna en Alemania, a los 40 años decidió cumplir con su promesa, viajó a la hoy Turquía y los pobladores de Canakale primero lo orientaron mal. Pero él había decidido seguir al pie de la letra las indicaciones de Homero, que fue muy preciso y exacto en sus descripciones. Finalmente vio la colina de Hisarlik. Es aquí, dijo.

Corría el año 1871 e inició excavaciones a gran escala. En algunas fases de sus trabajos fue acompañado por su joven esposa griega, llamada Sofía, convertida para Schliemann en su íntima Helena de Troya. Las joyas de Helena en el cuerpo de Sara, eso también buscaba el ambicioso alemán. Mito y realidad, otra vez mezclados.

Schliemann fue muy criticado por los arqueólogos de la época, ya que en su afán de encontrar Troya utilizó dinamita y grandes maquinarias, de modo que destruyó parte de las varias capas de las sucesivas Troyas que se fueron fundando, una sobre otra. Se dice que se encontró primero con lo que hoy se considera la Troya I, cuando la homérica recién es la VI, varios metros más abajo. Se afirmó que Schlieman descubrió también –o presintió- que había varias Troyas, pues sus poblaciones sucesivas la habían abandonado y regresado luego para reconstruirla. Quien recorra ahora esas ruinas en las pasarelas montadas para los visitantes, se encontrará con los carteles que indican por cuál de las Troya va caminando.

LAS JOYAS DE HELENA

Troya estuvo habitada desde el 3000 a de C. y se sitúa en el hoy territorio de Turquía. Las aguas del mar Negro llegaban hasta sus muros, pero luego se retiraron varios kilómetros. La ciudad está cercana al estrecho de los Dardanelos, que une el mar de Mármara con el Egeo, desde donde acecharon las naves griegas durante diez años. Luego de cincuenta siglos de olvido, el alemán Schliemann concretó el hallazgo, pocos años después de que otro arqueólogo, Frank Calvert, hubiera realizado una búsqueda previa en el mismo lugar.

En un momento de sus trabajos, Schliemann presintió que se acercaba al gran descubrimiento del tesoro y así lo narró él mismo en una carta: “Al profundizar en la excavación de este muro, directamente por el lado del palacio del rey Príamo, encontré un gran objeto de cobre grande, con una forma extraordinaria, que atrajo mi atención, sobre todo porque vi oro detrás de él...Para retirar los tesoros de la codicia de mis trabajadores, y salvarlo para la arqueología... Declaré inmediatamente un «paidos» (descanso para almorzar)... Mientras los hombres estaban comiendo y descansando, extraje el tesoro con un gran cuchillo... No habría podido, sin embargo, retirar el tesoro sin la ayuda de mi querida esposa, quien envolvió en su chal los objetos que yo había separado y se los llevó de allí”.

Todo esto fue controvertido por arquéologos e historiadores, que además aseguraron que Sara no se encontraba en Troya sino en Atenas en el momento del descubrimiento. Pasado ya más de un siglo y medio, poco importa en realidad saber cuál fue la verdad, porque el llamado desde entonces “tesoro de Priamo” se convirtió en un nuevo mito y en una nueva realidad, como Troya.

¿Qué se extrajo del pretérito y derruido Palacio? Un escudo de bronce; un disco grande, provisto de un ónfalos​ y de un largo mango aplanado terminado en una serie de discos pequeños; una jarra grande de plata que contenía dos diademas de oro -las “Joyas de Helena-;, ​ 8.750 anillos de oro, botones y otros objetos pequeños (collares y pendientes), seis brazaletes de oro, dos copas de oro; una botella de oro labrado; dos copas, una de oro labrado, y la otra de oro fundido; varias copas de terracota; una copa de electrum (mezcla de oro y plata); seis hojas de cuchillo de plata forjada (que Schliemann usó después como dinero); tres vasos de plata con partes soldadas de cobre, entre muchos otros valiosos objetos.

¿Existe ese tesoro aún? Claro que sí. No sólo existe, sino que, por su posesión, hay juicios entre países. Las joyas de Helena de Troya, después de muchas idas y vueltas, se encuentran distribuidas y expuestas al público en el Museo Pushkin de Moscú,​ el Museo del Hermitage de San Petersburgo,​ el Museo Británico de Londres​, el Museo de Prehistoria y Protohistoria de Berlín​ y el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. También los turcos, que lograron recuperar alguna parte de las joyas, cuentan con un museo de Troya que está activo junto al yacimiento arqueológico, aún cuando la mayor parte de su patrimonio son objetos hallados en las ruinas, propios de las excavaciones.

El punto más ríspido se planteó con las joyas que están en Rusia, llevadas allí por el ejército soviético que las “capturó” en Berlín, al fin de la Segunda Guerra Mundial. Durante años el tesoro desapareció, desconociéndose su paradero, hasta que en 1993 el presidente Gorvachov admitió que estaban en Rusia. Y dijo más: que no pensaban devolverlas y menos a Turquía. “En todo caso a Grecia”, añadió y los turcos lo recuerdan mal por ello.

En 1966 el Museo de Antropología de la Universidad de Pensilvania compró 24 joyas de oro a un comerciante de Filadelfia, procedentes de la colección de una persona desconocida, que se consideran similares a las joyas halladas por Schliemann en Troya.

Mito y realidad otra vez. Los arqueólogos también desconfiaron en su momento de las joyas halladas por el arqueólogo alemán. Dudaron de la autenticidad de las joyas y llegaron a afirmar que Schliemann las habría comprado en Atenas u otras ciudades cercanas. Sin embargo, puestas a revisión por expertos, los peritos las examinaron y determinaron que la procedencia del tesoro era compatible con las partículas de polvo y otros restos de la llanura troyana.

IMPORTANCIA

El viajero se encuentra con mucho más que piedras esparcidas. La mirada atenta descubre los canales subterráneos de aguas puras y de aguas servidas bajo las ruinas. Ve los anfiteatros, los palacios, las bibliotecas gigantescas como las de la cercana Efeso. En Troya se vuelve a respirar la cultura homérica, habitada por hombres y dioses. Se ven las plazas filosofales y los templos artísticos donde aquellos habitantes se reunían para enseñar y aprender. Cualquiera puede palpar la geometría, la arquitectura, la astronomía, todas las ciencias que diseñaron esas ciudades y civilizaciones mitológicas, pero tan reales aún.

Cerca de Troya se encuentran las ruinas de Asclepión, el dios de la medicina. Allí se hizo un hospital dirigido por Galeno “en donde la muerte no entra”, según estaba inscripto en una piedra, al ingresar. Los enfermos, que se mantenían internados durante varias semanas, eran sometidos, entre otras terapias, a un tratamiento psicológico: debían caminar por un túnel que tenía agujeros en el techo, una suerte de tragaluces desde donde los médicos les decían “usted se está curando…usted se está curando”. Ese túnel de unos cien metros existe aún hoy y los viajeros que lo recorren van diciendo, medio en broma, medio en serio, “me voy a curar…me voy a curar…”. En esas ruinas se descubre que es importante vivir a mitad de camino, entre el mito y la realidad.

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