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Política y Economía |Una comunidad convulsionada

Mudanza obligada: el dolor de los vecinos históricos de Arana que deberán abrirle paso a la ruta 6

El Estado expropia terrenos para la construcción de una vital vía de comunicación con el Puerto. La sorpresa de un puñado de familias nacidas y criadas en un lugar que jamás supusieron que tendrían que abandonar

Mudanza obligada: el dolor de los vecinos históricos de Arana que deberán abrirle paso a la ruta 6

La familia paulettich llegó desde yugoslavia en 1922. como agricultores, se radicaron en arana, donde tuvieron hijos y levantaron su lugar. nunca imaginaron que un día se verían obligados a vender/roberto acosta

Laura Romoli

Laura Romoli
lromoli@eldia.com

3 de Marzo de 2019 | 05:25
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“¿Qué le vamos a decir a Nelly?”. La pregunta se lanzó en una reunión de vecinos de Arana que se hizo a metros de ese chalet amarillo, austero pero rodeado de flores, que a Nelly, hoy de 92 años, le llevó 40 terminar. Lo que nadie quiere contarle a una de las pobladoras más antiguas de esa localidad es que por el medio de su propiedad se abrirá paso el trazado de la continuidad de la ruta 6 -vía de vital importancia para asegurar una conexión rápida y segura con el Puerto La Plata- y que, por lo tanto, su vivienda será expropiada.

“Cuando se entere que se la sacan y que, además, se la van a demoler, se muere”, resume una de las vecinas a la que la alcanza el mismo dolor. Lo que reúne por estos días a estos lugareños de ese rincón de La Plata es la certeza de que deberán reubicarse en pos del proyecto del gobierno provincial para ampliar la ruta 6 a través de la calle 630, y que otorgará a toda esa región una conectividad sin precedentes.

El anuncio de la medida significa para este puñado de familias un dolor para el que una indemnización aporta poco consuelo. El doloroso precio que, a veces, se debe parar para dar paso al progreso.

Productores grandes y pequeños, e incluso vecinos cuya actividad no se relaciona con el campo pero que eligieron esa zona para vivir, describen la novedad como “un balde de agua fría”, un golpe a sus querencias que conlleva un desarraigo que jamás imaginaron.

La llegada del progreso sacude así la vida cotidiana de esa pequeña comunidad que siente que “el mundo se le viene abajo”.

HISTORIAS DE APEGOS

Para estos lugareños nacidos y criados en Arana, un repaso rápido de la mirada sobre esa llanura de caseríos ralos y plantaciones de distintos verdes los remite a recuerdos de su propia infancia, de sus familias y vecinos y de la niñez de sus propios hijos. Como una extensión de su identidad, su lugar resume toda su historia y por eso, para ellos, esta relocalización no se mide con dinero.

“No necesito ni quiero que el Estado me ofrezca plata, ni todo el oro del mundo puede aliviarme a mí lo que me duele esto”. La frase corresponde a Silvia Giampieri (51), una criadora de caballos que eligió hace 10 años alejarse de la Ciudad para retornar a su localidad de origen. “¿Ves esa arboleda? Donde está la casita blanca a dos aguas, ¿la ves? Esa es mi casa. Lo que hay al lado es el galpón donde duermen los caballos. La ruta que van a hacer pasará justo por ahí”. Con esa descripción la mujer señala desde la avenida 137 lo que a un kilómetro de distancia se ve como un paisaje digno de un óleo de otros tiempos. Desbordada, cuenta que desde que se enteró ya no duerme de la angustia.

La escucha con la mirada perdida Carmelo Mancuso (69), uno de los principales productores de alcaucil de la Región que vive del otro lado de la avenida y que a Silvia la conoce “de toda la vida”.

Para Carmelo la situación tiñe todo de incertidumbre en todos los sentidos. “Sólo hay cartas documento, queremos hablar con alguien que nos explique. Necesitamos que una persona de carne y hueso nos dé una explicación”, dice.

Si la traza programada para la ampliación de la autovía permanece como le fue comunicada, la obra no sólo atravesará su propiedad de unas 24 hectáreas, sino que pasará justo por donde está su casa, una edificación de 150 años de antigüedad. “Ahí se radicó mi padre 1930, cuando llegó de Italia, ahí nacimos mis hermanos y yo, ahí vivo con mi madre y mis sobrinos...”, repasa y resume: “No sé cómo imaginarme viviendo en otro lado”.

Del otro lado de la 137, Analía Pistone (55), dueña de 35 hectáreas que atravesará la futura ruta, hace un gran esfuerzo por hablar sin quebrarse. Cuenta que le preocupan las obras hidráulicas que se requerirán para que la zona no se inunde tanto como soportar el impacto psicológico de la afectación de una localidad en la que no pasaba nada y ahora pasará de todo. “Mis padres compraron ese lugar en 1970. Para levantarlo y construir la casa, por muchos años no existieron vacaciones”, recuerda y reflexiona: “Si sabré yo de apegos... lo que no sé es cómo contárselo a mi madre”.

“YO DE ACÁ NO ME VOY”

A no más de cuatro kilómetros del campo de Mancuso, justo lindando con el Regimiento Nº7 y en lo que alguna vez fue la Estancia “La Armonía”, hay, casi escondida, una parcela de ocho hectáreas que pertenece a los Paulettich. La familia todavía no fue notificada pero, por su ubicación, padre, madre, hijo y nuera se acuestan todas las noches esperando que la mañana siguiente sea “el día”.

“Aré este lugar con mis manos desde 1973. Antes lo hice en campos vecinos. Pero en ese año el Estado me dio un plan de pagos y primero vino la tierra; después, el tractor propio y, más tarde, levanté esta casa donde crié a mis cuatro hijos. Lo hice sembrando y cosechando todo lo que me pudo dar la tierra: zapallitos, perejil, morrones, acelga, papa... ni me acuerdo de lo larga que es la lista”. Así se presenta Emilio Paulettich (85) al hablar de él y de la tierra que lo define, en el comedor de un caserío rodeado de siempreverdes y una tradicional galería cubierta por una parra de uvas negras.

A poco más de dos kilómetros de allí llegaron, poco después de terminada la primera guerra mundial, su padre y su madre desde Yugoslavia. Allí nacieron él y sus hermanos. Para el productor y su familia la intervención de la anunciada obra directamente psicológicamente los desborda. “Yo de acá no me voy. ¿Cómo me van a sacar?”.

Comparte la pregunta con la familia Campomar, que no sólo no olvida el día en que el cartero llegó con la carta documento, lo recuerda además como “la noche en la que en casa nadie quiso cenar”. Nunca por las cabezas de ese matrimonio había pasado la idea de tener que mudarse. Pero el papel que recibieron les decía, palabras más, palabras menos, que deberán hacerlo y ni que se trata de asunto de bien público ni que serán indemnizados para su reubicación fueron términos que les dieran consuelo.

Después de leer la misma frase mil veces, Silvia Campomar no encontró medida para decir cuánto sacrificio puso para hacer de ese lugar un paraíso rodeado de araucarias que los tiene orgullosos y a las que ella regó a balde hace ya 20 años. Su marido, Amilcar, fantasea con la topadora que se llevará todo y lo resume: “¿Quién planta palmeras en su casa si no es pensando en quedarse para siempre?”.

 

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