Vacaciones gasoleras: cuánto cuesta ir a la playa en la Costa

Una vez más los argentinos se las ingenian para esquivar los costos altos de veranear: comida preparada en casa y sombra propia, las claves

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PEDRO GARAY

Enviado especial a la Costa Atlántica

 

Sabe el argentino ser gasolero en vacaciones: después de un año difícil, la semanita en la playa, el arrullo del mar a la tardecita, las caminatas hacia ningún lado, para muchos, no se negocian, aunque haya que recortar gastos en el año e ingeniárselas para sobrevivir a los precios costeros.

Esa resistencia a resignarse se respira en San Bernardo, donde las primeras estimaciones indican que habrá más del 70% de ocupación hotelera y las playas ya lucen repletas, a pesar de la inflación, el dólar y la mar en coche. Y hay dos elementos clave en esta resistencia: la heladerita, ya una tradición en las postales playeras argentinas, y la carpa iglú, una aparición relativamente reciente en la Costa.

Lo de las heladeritas es, claro, sencillo de explicar. La gastronomía de un día playero puede costar, por persona, al menos 500 pesos entre almuerzo y merienda. Comer al paso un pancho o un choclo puede parecer inofensivo (entre 80 y 100 pesos), pero si se suma la gaseosa ya se asciende a los 200 pesos. Un almuerzo completo, una milanesa o una pizza, por otro lado, no baja de los 400 pesos.

A eso se le sumará la obligada docena de churros para la tarde, o un licuado, y hay que calcular además el agua para el mate: dato fundamental para el viajante, el agua caliente se carga desde 50 pesos en paradores, y también se pasean por allí los ambulantes ofreciendo el servicio.

Con estas condiciones, para una familia, con chicos susceptibles a ser tentados por los helados, los juegos de paleta y los avioncitos de tergopol que anuncian los vendedores a viva voz, un día en la playa puede llegar a ser peligroso: por eso la mayoría llega con aguas y jugos cargados en la heladerita, junto con algún sanguchito para almorzar y algún bizcocho para matar el hambre mientras cae el atardecer.

Algunos incluso apuestan a darle un giro “saludable” a una decisión empujada por lo material: la heladera permite llevar yogures, ensaladas, comidas caseras y frutas, alimentos no tan habituales en la venta playera, y de esa forma también “ahorran” calorías.

De todos modos, la heladerita no es infalible. “En el supermercado nos mataron”, cuentan Leonel Pérez y Lautaro Reina, dos hinchas de Estudiantes recién llegados a San Bernardo, que se organizaron unas vacaciones gasoleras (visitan la localidad porque allí alquiló la abuela de uno de ellos, ahorrándose así el alquiler; y aún así continúan con la tendencia general: pasar una semana en la playa, ya no una quincena), pero ya sufren con los precios para llenar el mentado refrigerador portátil. Y, llegados ayer, todavía no conocieron la noche sanbernardense...

EL REINO DE LOS IGLÚS

La otra clave para el verano gasolero es la sombra propia: parece una contradicción ver tantos iglús en la playa, pero San Bernardo, en particular las playas del centro, donde desemboca la Avenida San Bernardo, se ha transformado en terreno de carpitas de camping desde las más humildes hasta las más ostentosas, plantadas para que allí habiten dos o tres familias, con sillas y mesas en el interior.

Hace ya varios años, la carpa reemplazó a la sombrilla en el verano gasolero: el veraneante que se toma siete días, o un fin de semana, para meter los pies en el mar, no quiere volver a su departamento a mediodía para protegerse del sol o escapar el viento, sino disfrutar del día completo. Pero las carpas de los balnearios no están al alcance de todos: en San Bernardo, se alquilan entre 1.500 y 2.000 pesos por día, y desde 15 mil pesos la quincena. Como siempre, hacia los costados, en Mar de Ajó y La Lucila, se consiguen precios un poco más económicos, aunque no demasiado.

Como consecuencia, al igual que la pasada temporada algunos balnearios lucen algo desnutridos (entre un 50% y un 60% de ocupación, dicen sus administradores). La fiesta popular, de heladeritas, iglús y músicas disparada a todo volumen desde diversos parlantes inalámbricos que se mezclan en el bullicio general, comienza donde termina la soguita que separa los balnearios privados de la playa pública.

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