El comienzo de lo que se termina, una práctica del pasaje
Edición Impresa | 9 de Marzo de 2020 | 03:49

Gabriela Bravetti
Profesora adjunta a cargo de Psicología Evolutiva II , UNLP
El último año de la escuela secundaria tiene hace muchos años marcas instituidas que fueron delineando formas de transitar el final de un recorrido: viaje de egresados, fiestas de fin de curso, presentación de cada promoción y despedida entre pares y referentes del mundo adulto que acompañan a los jóvenes en ese trayecto. Pero como una fuerza inherente al proceso adolescente, los recambios generacionales producen movimientos creativos, formas nuevas que propician modos singulares y prácticas no exploradas por generaciones anteriores. El festejo del “último primer día” (UPD) se viene instalando como una forma ritualizada de festejo, que como condensa su nombre, inaugura el principio de un fin a la vez esperado, pero también motivo de ansiedades, temores y logros proyectados.
En sociedades como la nuestra, el pasaje de ser chico a ser grande, de llegar a la adultez no está reglado. Más aún, son múltiples las superposiciones de sentido (hasta a veces la insignificancia) de lo que es el mundo adulto. Es un tiempo que cada uno transita con las marcas del momento en el que le toca vivir, de la historia de su país, su grupo de pertenencia, de la historia familiar, de su propia historia singular. Es un arduo trabajo psíquico. Y es un proceso que se hace con otros.
Como otras prácticas grupales ritualizadas, el UPD de esta generación de adolescentes pareciera formar parte de este proceso, y se presenta como un “pasaje” con características ligadas a: la identificación grupal (bandera, dejar marcas en la ciudad), la mostración (redes sociales, ocupar espacio público), el desafío (pasar la noche fuera de la casa, ir al colegio sin dormir, conseguir bebidas alcohólicas), diferenciación (vestimenta, códigos), la separación del grupo de origen (de la familia y de otros alumnos del colegio). Y pone en crisis o crea un quiebre con el orden establecido y con las prácticas cotidianas que, en este caso, conlleva el espacio educativo y también el familiar, para promover un nuevo lugar identitario del adolescente: la inscripción de un “nosotros” en una cohorte singular, como sostén psíquico y reconocimiento social, que cumplirá la función de acompañamiento de nuevos recorridos y elecciones.
Los propios adolescentes son los que mediante la afirmación de su autonomía anhelada, se encargan de la organización que incluye desde el lugar del festejo hasta la comunicación con la institución escolar para establecer pautas respecto a la dinámica de ese día.
En este complejo proceso el lugar de los adultos (padres y representantes educativos) es también crucial, desde su responsabilidad, acompañando ahora como soportes de la autonomía.
Desafiados pero convocados por los propios adolescentes, madres, padres y directivos están atravesados por la difícil paradoja de sostener la tensión sin abdicar de su lugar. Ello sería promover prácticas de cuidado mediante el diálogo y el establecimiento de consensos, donde pueda mantenerse la asimetría generacional. Sin esa demarcación de “territorio” generacional, (muchas veces simbolizado por ejemplo hasta dónde se les permite el festejo en el espacio de la escuela, ciertas prohibiciones establecidas en acuerdos con el barrio acerca del uso de pirotecnia, quiénes acompañan o retiran a los chicos) la propia experiencia de festejo puede vaciarse de su fuerza positiva y derivar en alguna situación que deja solo al adolescente, al borde de su propio exceso.
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