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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
En Nagoro, un pueblito japonés casi fantasma, emplazaron trescientos ocho espantapájaros para engañar la soledad y atraer visitas. Sólo treinta aldeanos habían quedado viviendo. Para llenar el vacío, a una artista que de chica vivió allí, se le ocurrió llenar con espantapájaros el pueblito. Se llama Tsukimi Ayano y hoy es como la única autoridad de esta villa situada al sur de Japón.
“Empezó –dice el cable de estos días- a fabricar muñecos de grandes dimensiones, hechos de palos de madera forrados con papel de diario y pelo de lana, imaginándolos como espantapájaros. Uno lo hizo a imagen y semejanza de su padre, y lo colocó a la entrada de la vivienda.
Un día un vecino pasó y lo saludó. Ahí tuvo la idea. La forma de revitalizar Nagoro era fabricar muñecos y más muñecos, recreando las facciones de quienes habían vivido allí alguna vez, y vistiéndolos con sus ropas”.
La cosa gustó y no paró de hacer uno tras otro. Su proyecto y su destreza fueron creciendo. Hoy los espantapájaros a tamaño real están en todas partes: por la calle, fumando, trabajando en el campo, pescando o incluso llenando las aulas. Ocupan las mesas de los bares e interactúan a fondo con un vecindario que gracias a estas marionetas se van sintiendo más acompañados.
Los trescientos ocho despiertan la atención de unos visitantes que acuden al pueblo a tomarles fotos.
La misión que se les encomendó a estos espantapájaros, dio sus frutos: en vez de espantar, convocan. Y traen forasteros y divisas a una comarca de casas vacías y calles sin juego. Pero sobre todo, pusieron en jaque a una soledad que se había adueñado del paisaje y sus moradores.
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Ahora sus habitantes disfrutan de estos vecinos de mentira que de alguna manera le traen buenos recuerdos y le devolvieron siluetas familiares a esa desolación.
Un pueblito japonés combatió la soledad y el vacío con la llegada de 300 espantapájaros
Algo parecido había sucedido años atrás en Balcarce, con aquel chacarero que se llevaba cada tanto a la cama a un muñeco que estaba hecho para espantar pájaros y que de vez en cuando se dedicaba a entretenerle el calzoncillo al peoncito. El hombre le fue mejorando aspectos y aplicaciones y en las largas noches de invierno, cuando la soledad trepa por la serranía y ni los alfajores alivian, el gauchito atrevido rumbeaba para el maizal y se traía a ese compañero de catre que mal o bien le atendía sus antojos.
Es cierto que los habitantes de Nagoro no le exigen tanto a sus muñecos. Pero tampoco pongamos la mano en el fuego. Los treinta porfiados vecinos que no se quieren ir, gestionan su austera vida entre esas mascotas que les hacen creer que no están tan solos. La alienación de a poco les ha ido estropeando los recuerdos.
Los japoneses más callejeros cada mañana saludan a esos falsos habitantes que a su modo han ido repoblando el pueblito. Les han puesto nombres y les renuevan el vestuario. Su soledad hace el resto: se ilusionan con poder ver en ellos una imagen fantasmal de los viejos amigos. Y como son parecidos y andan con las ropas de ellos, la sensación va en aumento.
Llegaron nuevos muñecos a una Casa Rosada que atiende en Olivos y en el Instituto Patria
Más de uno, para forzar la nostalgia y revivir lo que quedó en el camino, encarga maniquíes a su gusto para tenerlos bien a mano. Entonces, cuando el viento cargado de remembranzas se hace sentir, los nogareños se consuelan con poder entrever desde la ventana esa silueta querida, vestida como siempre, que viene a protegerlos de la soledad y el silencio.
No sólo en Balcarce y en Nagoro surgieron sustitutos para todos los gustos. La semana aportó por aquí su cuota de ficción con la llegada de nuevos muñecos a una Casa Rosada que hace tiempo dejó de ser la sede oficial del gobierno.
Ahora se inauguró una presidencia con sucursales que atiende indistintamente en Olivos y en el Instituto Patria. En cualquier momento Cristina iza allí la bandera bien tempranito, se reparten los granaderos y empieza a distribuir salomónicamente la agenda de cumpleaños y nombramientos.
Ella hizo a la inversa de la japonesa Tsukini: para poder mejorar el paisaje electoral, se cargó con casi todos los muñecos de Alberto. No los consideraba espantapájaros sino espantavotos. Guzmán y Fabiola se salvaron sobre la hora.
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