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Por SERGIO SINAY (*)
El conocimiento sin sabiduría
Mail: sergiosinay@gmail.com
Un milenario proverbio chino propone: “Si haces planes para un año, planta maíz. Si haces planes para una década, planta árboles. Si haces planes para una vida, adiestra y educa a la gente”. El sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman, afincado en Inglaterra desde hace muchos años a causa de persecuciones sufridas en su país, y creador del concepto de modernidad líquida (aplicada a estos tiempos, en los que nada permanece ni se consolida), recoge este consejo en “Sobre la educación en un mundo líquido”. El libro refleja una larga conversación de Bauman con Riccardo Mazzeo, prestigioso intelectual italiano.
La cita del antiguo refrán no es caprichosa. Bauman cree, con razón, que si en algún momento de la historia humana se valoraba la permanencia y la trascendencia y se aceptaba que sólo la vida es transitoria, la experiencia contemporánea es “un ensayo diario de la transitoriedad universal”. Los ciudadanos del mundo moderno, dice, se han acostumbrado a que nada perdura y a que los objetos que hoy se nos imponen como útiles e indispensables serán historia antes de que hayamos podido acostumbrarnos a ellos. Por supuesto, a pesar de la intensidad conque se nos impulsó a incorporarlos a nuestras vidas, ni siquiera llegamos a comprobar si eran necesarios o no. Este paradigma se impone en todas las áreas de la vida, incluso en las relaciones humanas. Y en ese panorama emerge una enorme contradicción. Se insiste una y otra vez en la importancia del conocimiento. Esta palabra se repite hasta el hartazgo. Vivimos, se nos dice, en la sociedad del conocimiento. Pero la repetición ciega de la consigna impide preguntar qué se entiende por conocimiento y de qué conocimiento se trata.
Comencemos por una respuesta sencilla. Si los tiempos son líquidos y nada permanece porque el cambio se instala como un valor en sí mismo (no importa cambiar para qué, cambiar se convierte en un fin, no en un medio), todo conocimiento será de corto alcance, porque también él tiene, desde el vamos, una cercana fecha de vencimiento. Los planes, en nuestra cultura, son para sembrar maíz, no para plantar árboles ni para un verdadero y completo proceso de educación.
Lo que habitualmente se denomina conocimiento no tiene nada que ver con la educación. Se trata de un adiestramiento para lo inmediato. La educación, en cambio, es un proceso por el cual se procura hacer florecer los dones, los atributos, las habilidades y toda la singularidad que existe en ciernes en cada individuo. El tan mentado conocimiento se reduce, en realidad, a la adquisición de destrezas específicas para el desarrollo de especialidades que luego se aplicarán a la resolución de casos puntuales. La sociedad del conocimiento es finalmente una sociedad de especialistas enfocados en un único tema, con poca visión periférica respecto del contexto social en el que viven y con escasa perspectiva para entender el pasado del que llegan legados esenciales, procesarlos en el presente y avizorar desde allí un futuro que exceda al desarrollo de su especialidad.
El historiador y ensayista canadiense John Ralston Saul advirtió esto hace 25 años en un libro titulado “Los bastardos de Voltaire”, que con el tiempo acrecentó su valor y su vigencia y amplificó el mensaje que anticipó con notable lucidez. El título de ese trabajo alude al desvirtuado uso de la razón que se verifica en una sociedad donde los tecnócratas se imponen y aparecen al frente de las empresas, los gobiernos, la educación y la ciencia. Voltaire (1694-1778), cuyo verdadero nombre era François-Marie Arouet, fue una de los más destacadas figuras del Iluminismo, movimiento que en el siglo XVIII empuñó la razón como arma contra el oscurantismo, el dogmatismo y los fundamentalismos de todo tipo que achataban el desarrollo de las capacidades humanas. Del iluminismo nacieron las nociones fundadoras de república, democracia y derechos humanos. Para Ralston Saul, si Voltaire se levantara hoy de su tumba desconocería a quienes, en nombre de la razón, desarrollan nuevos fundamentalismos tecnocráticos y estrechan así los horizontes de la experiencia humana.
“Si haces planes para un año, planta maíz. Si haces planes para una década, planta árboles. Si haces planes para una vida, adiestra y educa a la gente”
El conocimiento tal como se lo pregona hoy, dice el pensador canadiense, crea “solucionadores”. Son los especialistas que atienden temas puntuales. Saben mucho de eso y casi nada de todo lo demás. Según apunta, esto ocurre en la política, en la industria, en la gestión empresarial, en la ciencia, en la medicina, en numerosas actividades, profesiones y oficios. Se generan elites que imponen dogmas. Y estas elites, en palabras de Ralston Saul, “tienden a ausentarse de la continuidad de su civilización”. Pierden la visión histórica necesaria para una comprensión integral del presente y de la sociedad, y tienen poca conciencia de las consecuencias de sus actos. “No pueden imaginar un impacto que vaya más allá del caso al que se hallan abocados”, escribe en su nutrido ensayo.
En nombre del conocimiento se enseña eficiencia liberada de realidad social, concluye el ensayista. Y describe a esto como una nueva forma de analfabetismo funcional. Es decir, el analfabetismo en el cual aunque se sepa leer o escribir en sentido estricto, no hay capacidad para usar esa herramienta en función de la comprensión de lo que se lee, comprensión de la totalidad del mundo en el que se vive y posibilidad de desarrollar y expresar ideas y pensamientos que exploren ese universo. En la era del conocimiento, el mundo real, las personas reales, sus necesidades reales quedan lejos.
Otro penetrante sociólogo y exquisito escritor, como es el estadounidense Richard Sennett, autor de trabajos imprescindibles sobre los fenómenos sociales contemporáneos, apunta en su libro “La cultura del nuevo capitalismo” que en la sociedad de hoy se reclama un yo orientado al corto plazo. O, como dirían los antiguos chinos, sembradores de maíz. En la economía, en la tecnología y en las ciencias modernas, explica Sennett, al igual que en formas avanzadas de producción, las personas y los conocimientos se reciclan velozmente. Esto atenta contra el verdadero aprendizaje, no queda tiempo para la experiencia y mucho menos para la sabiduría.
Es oportuno detenerse en este punto y distinguir conocimiento de sabiduría. Conocimiento es, en la práctica, acumulación de información, datos y procedimientos. En el afán de actualización se pierde la idea de secuencia, de proceso. La sabiduría, en cambio, se cuece en el tiempo, es el tejido que una persona hace de las experiencias atravesadas, la perspectiva ganada, la amplitud de miras y comprensión. Y esto no se mide por cantidad de data acumulada (y no siempre digerida). En la medida en que el tan loado conocimiento no ha dado pruebas, como señala Ralston Saul, de poder afrontar con éxito las verdaderas necesidades de la Humanidad (al contrario, muchas de ellas se ahondan día a día), quizás esté llegando la hora de una educación que proporcione más alimento a la sabiduría. Es decir, que por lo menos prepare para la plantación de árboles. O, mucho mejor y más trascendente, para la vida.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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