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La ópera prima de Jeremy Clapin, una fábula animada sobre una mano que busca reencontrarse con su dueño, debutó en Netflix
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Una mano escapa de una heladera en un laboratorio parisino y deambula por la ciudad en busca de su cuerpo: metáfora de lo perdido y lo inasible, la extraña premisa es el punto de partida de una de las películas más sentidas, personales y poéticas de la temporada, “Perdí mi cuerpo”, oscura fábula animada de Jeremy Clapin que acaba de llegar a la pantalla de Netflix.
Construida como un misterio, “Perdí mi cuerpo”, que sorprendió al público y la crítica en su estreno en la Semana de Cannes, donde se convirtió en la primera cinta animada ganadora, es ante todo un rompecabezas que el espectador debe ir armando: la mano es parte de Naoufel, un muchacho francés que pasa de tener una infancia feliz a sufrir la mudanza, el desarraigo y la desconexión tras la accidental muerte de sus padres. Y es la mano la que, en su camino a encontrarse con Naoufel, recuerda ese pasado, narra esa historia. Recuerdos, como es de esperar de una mano, que están hechos de oficios, de pianos y carpintería, de texturas y también de contactos. De tacto: la animación espeja esa devoción artesanal, ese amor por lo hecho a mano, con un trazo casi salido de una novela gráfica, algo bosquejado, aunque Clapin trabaja con una batería de formas, como en sus cortometrajes previos (estamos ante su primer largo), utilizando imágenes reales y animación por computadora como modelos sobre los cuales se dibujó encima, un amalgama logrado, curiosamente, con un software libre, como para dar mayor énfasis el aura “hazlo tu mismo” del proyecto.
Donde ese mix entre animación por computadora en tres dimensiones y trazo a mano luce particularmente es en las escenas de acción, terror y comedia que protagoniza la mano, camino a su reencuentro con Naoufel: el trazo de los artistas da densidad y peso a los peligros que enfrenta la mano en esa tétrica ciudad, ratas, hormigas, palomas, mientras que el 3D vuelve los “set pieces” dinámicos, pequeñas montañas rusas (silenciosas, sin diálogo, puro cine) que irrumpen en medio de la reconstrucción de una vida melancólica y distante en la que de repente parece irrumpir el amor.
Aquí es donde hay que contar que la cinta está basada en la novela de Guillaume Laurant “Happy Hand”, y que Laurant firma también el guion: el escritor es habitual colaborador de Jean-Pierre Jeunet y guionista de “Amelie”, y algo de esa idiosincrática forma de abordar la comedia romántica, entre la ternura y la rareza, se filtran en “Perdí mi cuerpo” cuando Naoufel conoce a Gabrielle.
Gabrielle podría haber sido otro estereotipo, la chica “cool” que escucha música en un walkman y tiene una actitud desapegada, superada, conquistada por nuestro galán tímido: pero Gabrielle se vuelve rápidamente tridimensional, rompiendo con los lugares comunes del género, mostrándose cautelosa ante los embates del héroe y finalmente rechazando sus insistentes aproximaciones que caminan por la cornisa, reflejando la desesperación del protagonista en busca de un poco de amor, de algo de conexión, de contacto.
El tacto es uno de los ventrículos del corazón de la película: el otro es el sonido. Las grabaciones de Naoufel en su infancia narran el pasado, pero este es un filme sobre la memoria de lo que no está, y el sonido cobra un carácter fantasmal, que hace eco en la fabulosa banda de sonido, hechizante y envolvente, de Dan Levy.
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Comedia romántica, melancolía, recuerdos, acción, terror: los géneros se entrecruzan en el rompecabezas onírico y mágico de Clapin (¡en su ópera prima!) en una película que no se parece a nada pero que no arriesga por el riesgo, no suma temas y formas por jugar a la coctelera posmoderna: de forma orgánica y elegante, la cinta baila un melancólico vals del siglo XXI mientras cuenta la descorazonante historia de Naofuel, su mano ausente, sus pérdidas y sus conexiones. En tiempos donde “inolvidable” se ha convertido en la palabra favorita de las empresas de marketing, “Perdí mi cuerpo” es una película verdaderamente difícil de olvidar, acechante días después en los recovecos del cerebro.
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