Impresionismo: de la rebelión a la admiración mundial
Edición Impresa | 20 de Octubre de 2024 | 06:02

El impresionismo, ese movimiento artístico que hoy nos parece familiar y omnipresente en museos, postales y salas de espera, fue una revolución en su tiempo. En sus orígenes, fue un rechazo a las convenciones académicas y un grito de rebeldía frente a las instituciones artísticas tradicionales, como el Salón de París. La obra “Impresión, sol naciente” de Claude Monet, que le dio nombre al movimiento, era todo lo que los críticos del momento despreciaban: pinceladas rápidas, una falta deliberada de detalles, y una atención prioritaria a la luz y las emociones sobre la forma. En aquel París de 1874, esos atardeceres difuminados y bailes en la ópera fueron recibidos con escepticismo, burlas y, en algunos casos, desprecio.
En la Galería Nacional de Arte en Washington, la exposición que celebra los 150 años del impresionismo no solo nos recuerda la belleza de sus lienzos, sino que también nos invita a redescubrir el carácter transgresor de estos artistas. El contraste entre las obras impresionistas y las pinturas académicas de la época, como las de Jean-Léon Gérôme, ilustra un choque de visiones artísticas: mientras el Salón premiaba la técnica meticulosa y las escenas históricas o mitológicas, Monet, Renoir y Degas pintaban la vida cotidiana y moderna con una libertad y espontaneidad inéditas. Esa libertad fue, al principio, incomprendida.
El éxito comercial y popular que los impresionistas disfrutan hoy en día es una ironía histórica. En 1874, cuando Monet y compañía organizaron su primera exposición, lejos de los grandes salones y en un modesto estudio alquilado al fotógrafo Nadar, apenas 3500 personas se interesaron en sus obras. El público general, acostumbrado a las composiciones dramáticas y perfeccionistas del arte académico, no sabía qué hacer con esas pinceladas sueltas y esa aparente falta de estructura. Los críticos más tradicionales tacharon el movimiento de infantil y sin mérito artístico.
Sin embargo, hubo quienes supieron ver más allá de la técnica “imperfecta” de los impresionistas. Algunos críticos, y no pocos compradores, quedaron cautivados por la frescura y la honestidad de sus representaciones de la naturaleza y la vida parisina. Los impresionistas capturaban, no la realidad como debía ser, sino las emociones y las impresiones del momento. Monet, con su serie de almiares y nenúfares, capturaba la luz en distintas horas del día y estaciones del año, experimentando con la percepción visual de una manera que nadie había hecho antes.
La exposición en la Galería Nacional no solo es un tributo a esos pioneros, sino también una reflexión sobre cómo los gustos cambian con el tiempo. Los artistas rechazados por el Salón en su día son ahora los héroes del arte moderno, mientras que muchos de los pintores entonces consagrados han caído en el olvido. Quizá una de las razones por las que el impresionismo ha perdurado es su accesibilidad emocional. Es fácil sentirse atraído por los paisajes etéreos de Monet o por los retratos llenos de vida de Renoir. El impresionismo habla un lenguaje universal de belleza y sentimiento, que trasciende las barreras culturales y temporales.
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