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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
Los chicos juegan poco. La pantalla es el único cuento que los atrapa y no lo suelta. Lo producido es la marca social de estos días. Bautismos, cumpleaños, despedidas, viajes de egresados, todo tiene que ser cuidadosamente guionado. La naturalidad viene claudicando frente a la tropa de expertos en cualquier cosa. Los influencer viven enseñando a vivir y se apela a los coach hasta para inflar los globos. Sin planificación, casi nada parece ser posible. Hay que contratar un DJ hasta para ponerle música al cumple de un nenito de 5. Y en cualquier momento aparecen los animadores de pijamadas. Hoy, las vacaciones de invierno, que antes eran nada más y nada menos que una tregua para recuperar travesuras, ratos libres y amigos, han pasado ser parte esencial de un cronograma de ofertas que merodea entre lo placentero y lo trabajoso. Alguna vez fueron dos semanas sin cuadernos ni horarios que se disfrutaba remoloneando entre la pelota, la bici y la cama. Las risas se prolongaban, la noche era más larga, el despertador se llamaba a sosiego y no había padres ni convites capaces de alterar un receso que mezclaba el juego y el descanso, dos cosas que ahora se han extraviado. El mejor programa era no tener ninguno. Eran vacaciones de verdad, de las de levantarse tarde, vaguear, leer una historieta, ver la tele, aburrirse y dejar que la pelota y las muñecas hicieran su parte. Si te aburrías era cosa tuya. Y los padres no sentían culpa por dejarte solo y decir que no. Era una pausa que se festejaba. No como ahora, que las vacaciones de invierno son un descanso agotador, con citas costosas y estrictas que tienen algo de compromiso insalvable. Una exigencia insoslayable para esa infantería de progenitores que se desviven por tenerlos entretenidos y se inquietan y sienten remordimiento si los ven aburrirse un minuto.
En aquellas vacaciones de invierno, el mejor programa era no tener ninguno
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Ya sé, la calle no ayuda, la ciudad hoy no contiene a los chicos, los acecha. El dejarse estar se ha convertido en un desafío y la sana vagancia aquella se ha vuelto riesgosa. Por eso las vacaciones terminaron siendo, para mamá y papá, una fastidiosa faena que obliga a replantear el fixture hogareño, a tener que pedir ayuda a media parentela y a sacar cuentas. Porque Caperucita y Cenicienta cada vez son más caras. La oferta de atracciones es inmensa. Y allí van, con diarios en la mano y paciencia heroica, el ejército de madres, tías y abuelas, que hacen maravillas con el monedero y el horario para tratar de meter en una tarde la mayor cantidad de atracciones sin que le duela tanto al bolsillo. El plan es que los chicos no dejen de gastar, que no pierdan tiempo haciendo nada, que no paren de ver dibujos, catástrofes, payasos, explosiones o lo que sea. Si el sol ayuda, entonces el aire libre y la naturaleza les dan una mano a la economía hogareña. Pero si el frío se convierte en el nuevo villano, como ahora, no queda otra que mandarse hacia el centro en busca de alguna platea calefaccionada que los calme.
El celu es un parque de atracciones al que los chicos no renuncian por nada del mundo
Todo está programado, hasta lo sorpresivo. Nada queda de aquellas vacaciones que eran un tiempo puesto allí para que nada perturbara. Y son pocos los que saben cómo jugar sin pantallas. Los chicos, tiesos y glotones, dejan que los que salten, se divierten y se ensucien, sean los personajes del celu, pero no ellos. El móvil es un parque de atracciones al que no renuncian por nada del mundo. Ya no son más protagonistas, son espectadores. Los nenes acaban siendo sólo mirones de unas historias que los atraen pero los excluyen. Y hay tantos espectáculos, tanto tironeo a la hora de elegir programa, tantas atracciones virtuales, que más de uno se pregunta: ¿Por qué a las vacaciones las recargaron de deberes? ¿Por qué hay tanto temor al aburrimiento? ¿Por qué los padres terminan tan agotados? ¿No habremos despojado a los chicos de la buena costumbre de jugar entre ellos y descansar? Porque “las verdaderas vacaciones -como dijo el arqueólogo Philip Adams- no deben ser viajes de descubrimiento, sino un ritual de tranquilidad”.
Hay algo indudable: después de las vacaciones de los chicos, habría que darles vacaciones a los padres.
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