Alberto Bassi, una llama que no se apaga: el artista platense que se transforma en muñeco de fin de año

Sergio Pomares

Hoy Alberto Bassi hubiese cumplido 67 años. Pero el pasado 7 de septiembre decidió irse antes, como quien se baja del escenario sin pedir permiso, dejando la luz prendida, su alma en aquel espejo de Pura Vida y aroma de libertad en vida y obra. Este fin de año, en 10 y 71 un grupo local lo homenajeará de la manera más suya: convertido en muñeco de fin de año, ardiente, colorido, exagerado, eterno. "Alberto Bassi Love". De La Plata para La Plata, pero también al mundo sin moverse tanto del cuadrado perfectamente imperperfecto del que tanto "terror" le daba salir.

Porque Bassi fue eso y mucho más. Músico, poeta erótico, compositor, performer, aunque renegara de las etiquetas. “No me considero actor ni nada por el estilo: soy intérprete de mi obra, de mis monólogos”, decía. Y en esa frase estaba todo: la obra era él, y era una obra viva, incómoda, fascinante. Marginado y rechazado, de chico, por profesores y compañeros. Siempre acompañado de sus gatos, defensor de los animales, y los fans que fue sumando show tras show, letra tras letra, libro tras libro.

Fue parte de la escena cultural platense durante décadas, desde los márgenes, desde la contracultura, desde un lugar donde la irreverencia queer no pedía permiso ni perdón. Desfachatado, desordenado, caótico, y por eso mismo profundamente bello arriba del escenario. Su humor marcó un camino: ácido, sensible, provocador, lleno de verdad.

Comenzó a fines de los años 70, interpretando poemas y canciones en francés. A principios de los 80 empezó a sumar material propio y en 1985 presentó su primer show íntegramente personal, con temas eróticos, titulado “Amor y barcos”. Desde allí, no frenó más. Letras atravesadas por el sexo, el deseo, el libertinaje, sin tapujos ni solemnidades. Nombrar las cosas por su nombre verdadero fue siempre su bandera.

Fascinante, colorido, omnipresente. Valiente. Bello. Único. El humor, la ropa, el espejo. Porque los espejos eran indispensables: necesitaba verse, reconocerse, jugar con su imagen. El pelo, los colores, las fragancias que se impregnaban rápido en los demás, como su carisma y su histrionismo. Bassi se quedaba en la piel ajena.

Vivía por la zona de 12 y 38, su casa igual era “Pura Vida”, que era más que un escenario: era un lugar de declaración de principios. Estaban en su vida su balcón, sus gatos, sus rituales. Desde ahí salía a conquistar escenarios con shows extravagantes, donde podía revolear chorizos, verduras, slips o tangas, rompiendo cualquier idea de corrección o buen gusto. 

Siempre a su manera, con pulseras, colgantes, collares, anillos, sombreros. Controvertido para algunos, incomprendido para otros, auténtico para todos los que supieron mirar más allá del prejuicio imbécil.

Bassi flotó por encima de eso. Y también había dejado una frase para cuando ya no esté: “Me gustaría ser recordado como alguien que en algún momento transmitió una sensación de felicidad a través de un texto interpretado en vivo”.

Un loco lindo.

Un artista sin estructura definida que sabía lo que quería.

Una llama que no se apaga. Pura vida. Alberto Bassi era pura vida.

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