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Un hombre banal que escribe misivas cursis a su mujer y se comporta como un abnegado padre de familia puede ser al mismo tiempo un psicópata abominable y el artífice de millones de asesinatos, un contraste que deja al descubierto el libro Himmler, una obra que recopila las cartas que el jerarca nazi envió casi a diario durante cerca de veinte años
La divulgación de los recovecos más amables de un asesino en masa no tiene como propósito matizar su accionar delictivo sino mostrar -en línea con las formulaciones de la ensayista alemana Hannah Arendt- el componente banal y ordinario del mal, aquel que allana el camino hacia la atrocidad con la misma naturalidad que el viento dispersa las hojas en dirección errática.
Desde 1927 hasta el momento de su suicidio -el 22 de mayo de 1945, cuando decidió morder una cápsula de cianuro a minutos de ser detenido por el ejército británico- Heinrich Himmler (1933-1945) alternó su labor como jefe de la policía nazi -las temibles SS- con empalagosas odas a su esposa Marga, a quien solía apodar “mi querida tontuela”, “mi amorcito” o “mi adorada mujercita”.
RELACION EPISTOLAR
De profesión ingeniero agrónomo, el ideólogo de la metodología del exterminio judío llegó a la cima del poder nazi impulsado por su estrecha relación con Hitler, pero también por un fanatismo militante en favor de una raza depurada, una metódica capacidad de organización y una vocación de burócrata.
Las cartas reunidas en “ Himmler según la correspondencia con su esposa (Taurus) ilustran cómo el jerarca nazi fue consecuente con sus ideas a lo largo de los años, desde que decidió contribuir a los objetivos del movimiento nacionalsocialista, primero como orador y luego como responsable de montar estructuras en todo el Reich.
Lo más notable es que el líder de las SS -la unidad de elite de las fuerzas armadas alemanas- siempre estuvo convencido de la “nobleza” de su misión: “Se presenta como un criminal por convicción. En absoluto separaba su vida privada de sus actividades como jefe de las SS y ejecutor de la política de exterminio, y no trató de ocultar el genocidio”, sostienen en la introducción los compiladores del material, Michael Wildt y Katrin Himmler.
“Tampoco alardeaba de ello ante su mujer, sino que entendía los asesinatos masivos como un deber necesario que le había sido impuesto y que debía llevar a cabo con meticulosidad”, acotan los artífices de este volumen que incluye una precisa contextualización con fechas, situaciones y personas mencionadas.
En una de las últimas cartas, que arranca con un “¡Mi querida mami! ¡Mi querida hijita!” (en alusión a Gudrun, la única hija que tuvo con Marga), irrumpe con claridad la irracionalidad suicida de Himmler: “Los tiempos son terribles para todos nosotros, pero todo, así lo creo yo sin duda, se resolverá bien (?) Los ancestros y sobre todo el valiente pueblo alemán no dejarán que nos hundamos”, sostiene.
Una de las compiladoras, la escritora y politóloga Katrin Himmler, es sobrina nieta del inventor de la Solución Final y padeció durante años el hostigamiento simbólico por pertenecer a su estirpe familiar, un estigma que logró superar tras casarse y tener un hijo con un judío descendiente de sobrevivientes del Holocausto.
En la correspondencia que forma parte del volumen, no hay referencias directas al genocidio, aunque los comentarios dan cuenta de las actividades sangrientas del colaborador de Hitler: en una nota de 15 de julio de 1942, por ejemplo, avisa a Marga “estaré en Lublin, Zamosc, Auschwitz y Lemberg” (sedes de guetos y campos de exterminio) o cuenta que ha ido al campo de concentración de las SS en Dachau, “Precioso!... un gran proyecto”, describe.
El tono que sobrevuela las cartas es de una contundente banalidad, acaso porque Himmler no sentía la necesidad de hablar a su esposa de lo que hacía en la guerra o porque tenía la certeza de que pensaba lo mismo que él. Ambos, de hecho, coincidían en el racismo y el odio a las personas que creían inferiores a ellos.
“Este asunto de los judíos, cuando esa escoria desaparezca podremos tener una vida feliz”, resume Marga en unas líneas fechadas en 1938 en sintonía con los pensamientos de su marido. En lo que ella no estaba de acuerdo era en tener que compartirlo con su secretaria y amante, Hedwig Potthast, con la que tuvo dos hijos, tal vez guiado por el precepto nazi de engendrar hijos para perpetuar la sangre aria.
Lo más escalofriante del libro es que expone cómo un hombre tan básico y mediocre puede ser al mismo tiempo responsable de los peores crímenes, una formulación que empuja a confirmar que la maldad está al alcance de cualquier individuo y que no alcanza con tener una buena educación y familia para desarrollar valores que consagren el bienestar común.
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