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Información General |OCURRIÓ EN LA PLATA

El hombre invisible del bar El Rayo y el que comió empanadas de cuñado en El Partenón

Cerraban la puerta, no le sacaban los ojos de encima pero cuando querían acordar, el tipo se había esfumado

El hombre invisible del bar El Rayo y el que comió empanadas de cuñado en El Partenón

Juan Harjalich y Andrés Suculea / web

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

14 de Marzo de 2021 | 05:40
Edición impresa

“No, no. El Especial trae queso y a mi el queso no me gusta”.

La primera vez no se dieron cuenta, la segunda y la tercera tampoco. Tanta gente entraba y salía cada día, a todas las horas, que era imposible tener certeza de quién era ese tipo que se iba sin pagar. Lo que consumía no era gran cosa. Un sándwich de salame en pan francés untado con manteca, un vaso de vino blanco y un sifón de aquellos petisos que ya casi no se ven. La primera pista la dejó el mismo tipo una tarde de tanto frío y lluvia en que el bar explotaba porque se habían suspendido las carreras en el Hipódromo, fuente de buena parte de la clientela del bar El Rayo. Cuando dijo que el queso no le gustaba, dejó una marca.

El Rayo supo tener sus años dorados como todo lo que funcionó en el barrio de la estación de trenes de La Plata donde durante el día reinaba la impronta febril de los laburantes que iban y venían en tren, mientras que al caer el sol la calle y todo lo que estuviese cordones adentro era territorio de “la noche”, donde se cruzaban las más diversas formas de la vagancia y hasta la marginalidad.

Al bar El Rayo no se iba a tomar el té con masas. No era como otros bares de la Ciudad

 

El Rayo era una institución con algo de mala prensa, acaso porque no cumplía con los cánones de otros bares y confiterías que gozaban del afecto del establishment platense, como La París. A El Rayo no se iba a tomar el té con masas. Podía ser lugar de reunión de una variopinta casta urbana que ocupaba sus mesas por los más variados motivos: desde celebrar la victoria de un caballo que había pagado “bien” hasta sentarse a planear el asalto a una joyería. Y en el medio, asuntos de la vida cotidiana marcados por el gigante de enfrente que a toda hora devoraba y escupía gente de sus vagones. Hasta entrados los 80, una parte de las hinchadas de Gimnasia y Estudiantes lo usaban como punto de reunión, los domingos antes del mediodía, cuando cada 15 días se turnaban para ir de visitante en tren y esas presencias también marcaban un poco la identidad de El Rayo.

CON QUESO, NO

El tipo aquel, al que llegaron a llamar El Hombre Invisible, parecía salido de una película de Vincent Price, uno que protagonizaba filmes de terror en los tiempos del blanco y negro. Aspecto señorial, delgado, huesudo, de ojos negros y brillantes, una cabellera tupida acomodada en un jopo engominado y una rareza para esa época: barba candado.

Cuando podía, ocupaba una de las mesas de adelante, de las que miraban directamente al mostrador, eso que alguna vez dejó de llamarse mostrador para ser “la barra”. Pero cuando el bar estaba lleno se arreglaba en cualquier rincón, incluso en los cercanos a la puerta de los baños.

Dejaba sobre una silla un sobretodo negro, doblado con esmero, apoyaba las manos en la mesa y esperaba, erguido y vigilante, que lo fueran a atender. En El Rayo había mozos. Mozos profesionales. De “camareros y camareras” se oía hablar solamente en las películas yankees o las series de TV.

“Un sandwich de salame untado con manteca”, ordenaba el tipo, que rápidamente rompía su aplomo al escuchar el grito del mozo al mostrador donde se colectaban los pedidos: “un especial de salame”.

Ahí el tipo parecía perder la calma y reaccionaba. Se le encendían los ojos y se le hacía más profunda la voz profunda que tenía.

“No, no. El especial viene con queso y a mi el queso no me gusta. Manteca, solo manteca, por favor”.

La mayoría de las veces no hacía falta preguntarle qué iba a tomar. El mismo sujeto se encargaba de agregar: “un vaso de vino blanco y un sifón”.

En el fragor de los turnos, las rotaciones, la complicación de cubrir los días francos de éste o aquel, los mozos de El Rayo tenían mucho de que ocuparse y acaso por eso tardaron en advertir que el tipo del sobretodo negro y la barbita rara, desaparecía sin dejar rastro un rato después de consumir el sándwich de salame de pan francés, siempre del día, untado con manteca porque el queso no le gustaba.

Nadie lo veía levantarse y caminar hasta la salida. Su ausencia solo era valorada al final del día o del turno del mozo que lo había atendido cuando en la cuenta final le faltaba una consumición. Y aquello no era algo para asustarse porque entre la clientela siempre había algún que otro adicto al deporte del Paga Dios, como era popular decirle a la “picardía” de rajarse sin pagar.

LA CASA SE RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN

El Hombre Invisible tenía largos períodos de ausencia. Nunca lo vieron en verano ni en primavera. Siempre en el invierno profundo, ni siquiera en el otoño más prometedor de frío.

Después de haber perpetrado varios “ataques”, volver, ocupar una mesa bien a la vista y pedir lo de siempre, como si nada, una tarde uno de los mozos más antiguos fue y lo encaró. El hombre era un fornido gastronómico al que más de una vez el encargado acudía para poner en vereda a algún que otro borracho que buscaba pelea dentro del bar, cosa que estaba estrictamente prohibida.

Pero el Hombre Invisible no era uno de aquellos beodos fáciles de zamarrear. Su aspecto misterioso y señorial abría un abanico de dudas y precauciones.

“Andá a saber quién es el tipo este”, murmuraban en El Rayo.

- “Caballero, disculpemé, pero parece que usted la vez pasada se fue sin pagar”.

- “Si usted lo dice”, dijo el Hombre Invisible y extrajo del bolsillo del saco una billetera negra que se notaba bien alimentada. Sacó un billete colorado, de los de mil pesos de entonces y se lo extendió a su inquisidor.

- “Muchas gracias, ya le traigo el vuelto. ¿Y ahora qué le sirvo?”.

- “Un sándwich de salame untado con manteca”.

- “Muy bien, señor, ya le traigo su especial”.

- “No. El especial trae queso y a mi el queso no me gusta”.

Esa tarde, el Hombre volvió a hacerse invisible.

Con el tiempo y la reiteración de ataques el asunto casi que pasó a ser en El Rayo una cuestión de Estado. Porque del microclima de los laburantes y el encargado, el tema trascendió a la clientela habitual.

Las apariciones y desapariciones del hombre invisible derivaron en toda clase de habladurías

 

- “Hay que aplicarle derecho de admisión y que no entre más”, decían algunos.

- “Hay que darle una paliza”, proponían otros.

- “Hay que tener cuidado, el tipo parece policía, de investigaciones, Robos y Hurtos, la División Moralidad o algo así”, agregaban otros opinantes.

AGUA NIEVE

Las apariciones y desapariciones del Hombre Invisible, que cuando era requerido pagaba sin chistar sus consumiciones anteriores, derivaron en toda clase de habladurías.

Cuando aparecía, todo el bar entraba en alerta roja. Hasta los clientes dejaban las preocupaciones que los habían llevado hasta ahí, para clavar vista y atención en el tipo de la mesa 4.

El Hombre Invisible, como siempre lo hacía, devoraba su sándwich en silencio, bebía su vino apenas bautizado y no hablaba con nadie. Tampoco nunca nadie se animó a intentar darle charla.

Una tarde lluviosa de tanto frío que quienes entraban al bar con los sobretodos empapados coincidían en que lo que caía del cielo era agua-nieve, porque el sentido común impedía decir que estaba nevando, el Hombre Invisible se vio prisionero de decenas de miradas. Una cárcel de energía para impedirle el escape.

Entonces ocurrió lo que nadie había calculado. El hombre se levantó y fue al baño. Nadie lo siguió porque entendieron como una señal de confianza que hubiese dejado el sobretodo sobre la silla.

Cuarenta minutos tardaron en animarse a ver qué podía estar haciendo el tipo aquel en el baño. Los dos parroquianos y el mozo que fueron a ver, salieron pálidos.

“Se esfumó”, dijeron con sorpresa y un poco de temor al grupo que a esa altura se había amontado en la puerta del baño.

- “Pero se dejó el sobretodo”, dijo alguien, estirando el cogote hacia la mesa completamente vacía. Y vacías también las sillas.

Y ahí si, que del susto pasaron al terror.

Cuentan que a un italiano que inspeccionaba los cambios de vía y en los ratos libres se cruzaba a jugar a las barajas con otros ferroviarios, le bajó la presión. Blanco como un papel blanco, el tipo decía algo así como “mio Dio, abbiamo visto il diavolo”.

Le pidió que le guardara la valija por una noche sin decirle que adentro, ropa no había

 

EL GRIEGO CANÍBAL

Bastante se ha escrito sobre el griego Juan Harjalich que los inicios de los 60 se comió a su cuñado o, mejor dicho, se lo dio a comer en forma de empanadas a sus clientes de la fonda El Partenón, en la zona de 1 y 44.

En “¿Qué pretende usted de mí?”, (La Comuna Ediciones-2017) un libro del periodista platense Nicolás Maldonado que permite asomarse al mundo del canibalismo, se ofrece un detalle de aquel episodio que nunca jamás saldrá de los manuales del crimen criollo.

El griego Harjalich mató y se comió a su cuñado de 32 años, Andrés Suculea a partir de un móvil económico: el muchacho se había enamorado y quería vender la casa donde vivía con su hermana Elefteria y con Harjalich, para con su parte poder casarse.

Parecía que Suculea, más que nada, lo que quería era salir de ahí. “Temo que pierda la tranquilidad en mi casa. Mi cuñado, el miserable inmundo, pretende hacer de las suyas”, escribiría en su diario íntimo a principios de 1958.

Juan Harjalich, venía huyendo de Grecia tras una actuación floja de papeles en la Segunda Guerra Mundial. Cayó en Argentina por una casualidad pero su plan eran los Estados Unidos a donde nunca llegó. En 1950 se casó con Elefteria, hija de un próspero comerciante platense que al morir le dejó todo a ella y a su hermano Andrés.

El griego puso una fonda frente a la estación de trenes, El Partenón.

“Quienes llegaron a conocerla la recuerdan como un boliche de mala muerte que servía ginebra y comida al paso a los habitués del barrio: burreros, vendedores ambulantes, carteristas y trabajadores desprevenidos que bajaban del tren. En la puerta, un buzón colorado servía de parada a un proxeneta rengo que solía regentear mujeres en esa zona de la ciudad”, apuntaría Maldonado en “¿Qué pretende usted de mí?.

SUCIO Y DESPROLIJO

Sucio, malhumorado, tacaño, peleador, el griego estalló de furia cuando supo los planes de su cuñado de vender la casa y repartírsela con su hermana.

El griego dijo que su cuñado se había pegado un tiro pero la realidad era que él se lo había pegado con un 38 que le compró barato a un policía que luego lo delataría.

Intentó contar con la complicidad de un compatriota que integraba la comunidad helénica de la región, Juan Giorgia, a quien se le apareció en la casa con una gran valija con el muerto adentro, prolijamente cortado y acomodado. Le pidió que se la guardara por una noche, sin decirle que adentro, ropa no había. Al día siguiente le reveló el horror buscando su complicidad pero Giorgia no quiso saber nada y cuando Harjalich se fue, lo denunció en la comisaría de El Dique.

De Suculea solo encontraron fragmentos de huesos quemados y un pedazo de maxilar con un diente tallado, suficiente para identificarlo.

Harjalich negó hasta donde pudo.

La cabeza de su cuñado nunca apareció, como tampoco otras parte del cuerpo.

Con la carne de los brazos, las piernas, glúteos y parte del abdomen hizo carne picada en una de aquellas trituradoras a manija.

Y puso sobre el mostrador de El Partenón las empanadas que le salieron, debajo de una campana de las que se usaban para exhibir la comida y que no se llenara de moscas.

COMO A AGAPITO LENCINA

Condenado a perpetua, Harjalich fue al primero que un grupo de presos de Olmos fueron a buscar una noche de motín. Lo golpearon y lo tiraron por un hueco de lo que luego sería un ascensor. Un destino, si se quiere, con vínculo con otro célebre caso de canibalismo durante la revuelta carcelaria de Sierra Chica, en marzo de 1996.

Ese día, al primero que fueron a buscar los amotinados de Sierra Chica fue a Agapito Lencina, de quien se decía había “arruinado” a muchos pibes que se la tenían jurada. Arruinar, en la jerga carcelaria es violar. Con parte de su cuerpo y los de algunos de sus lugartenientes violadores hicieron empanadas en el horno del penal.

Con la cabeza de Agapito Lencina jugaron un breve partido de fútbol en el que a poco de empezar ya se había perdido la cuenta de los goles hechos. Ninguno de los dos arqueros quería poner las manos para evitarlos.

En 1996 la por entonces señal de TV Cable local Televisión Selectiva, incluiría en su programación un envío semanal llamado “Será Justicia”, con el periodista y abogado Enrique “Quique” Ruso y este que escribe. Enterados que un pariente de Elefteria Suculea de Harjalich era el dueño de un pequeño local de comidas al paso sobre la diagonal 80, decidieron hacer ahí parte del programa. Y ahí dio un estremecedor testimonio el siempre recordado periodista y escritor Gabriel Báñez.

Empanadas con "sabor dulzón"

“DULZÓN”

Báñez contó que en aquellos años 60 era un adolescente cuando el griego Harjalich puso las empanadas de cuñado sobre el mostrador de El Partenón. Y que en un mediodía de rateada del Colegio Nacional, se almorzó como tres.

Con la cámara tomándolo en primerísimo primer plano, el ceño fruncido, la mirada profunda y un aire entre terrorífico y burlón, Báñez no esquivó la pregunta que estaba cantado que se le haría.

- “Tenían gusto a pollo, una especie de pollo más bien dulzón”.

 

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En la esquina donde estuvo El Partenón hay un edificio / Google Maps

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