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Sergio Sinay*
Sergio Sinay*
Hacia finales de 2021 el médico Nicholas Christakis, de la Universidad de Yale, en Estados Unidos, pronosticaba que cuando pasara la pandemia se viviría una atmósfera muy parecida a la de los “locos años 20”. Se llenarán las discotecas, los restaurantes, los cines y los teatros, la gente gastará mucho dinero, habrá una necesidad maníaca de olvidar, decía Christakis. En ese sentido, el efecto de la pandemia podría compararse con el que había causado el final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que dejó más de 10 millones de muertos y unos 20 millones de heridos. Sin embargo, aquella década de euforia desatinada era apenas un respiro antes de que sobrevinieran la devastadora crisis económica de 1929, la llegada del nazismo al poder en Alemania y el comienzo de la peor de todas las guerras experimentadas por la humanidad: la Segunda, que produjo entre 60 y 80 millones de muertos.
En definitiva, los “locos” y “felices” años 20, a menudo romantizados en fotos, películas y novelas, fueron solo un recreo entre dos tremendas tragedias. Una entreguerra atravesada por la inconsciencia colectiva, por el deseo de olvidar y de ignorar el verdadero estado de las cosas y desoír el anuncio de lo que se avecinaba. Por otra parte, la fiesta no era para todos. Pobreza, desocupación, pestes (la gripe española y sus 20 millones de muertos, sin ir más lejos) y la caldera de un enorme resentimiento social echaban sobre el mundo sombras amenazantes.
QUE NO DUELA
El pasado, a pesar de lo que se suele creer, no es confiable para pronosticar el futuro, puesto que uno ya ocurrió y el otro no, de manera que es imposible asegurar cómo será lo que no sucedió. Pero es cierto que, a lo largo de la historia, guardando distancias y considerando circunstancias específicas de cada tiempo, hay situaciones que guardan cierto parentesco entre sí. Los tiempos cambian, pero los seres humanos somos siempre los mismos, solo que en diferentes versiones. Así es como hoy los padecimientos provocados por la pandemia en los años recientes se toman como pretexto para la ola de consumismo desenfrenado que se desató en los últimos meses en nuestra sociedad. El encierro y las pérdidas, tanto materiales como afectivas, laborales y vinculares, se mencionan como tales padecimientos. La cuestión parece ser, entonces, huir lo más lejos posible de aquella experiencia. Se ponen en juego de esta manera los mecanismos que el filósofo coreano Byung-Chul Han (formado y residente en Alemania) describe en su libro “La sociedad paliativa”.
Para Han ese es el modelo de sociedad que prevalece hoy; su imperativo es la positividad y el rendimiento. Se trata de acallar el dolor y el sufrimiento, con lo cual no se recibe ni comprende su mensaje. Hay una exigencia de felicidad, pero, de acuerdo con el filósofo, si no hay dolor tampoco habrá felicidad, pues es a través de su opuesto como se reconoce toda experiencia y condición de la vida. Sin noche no sabríamos qué es el día, sin el frío no sabríamos nombrar al dolor, lo bajo se referencia en presencia de lo alto y así hasta llegar al hecho de que sin la presencia de la muerte no valoraríamos la vida. La felicidad sin dolor, escribe Byung-Chul Han, es apenas un confort apático. Solo se trata de sobrevivir y de hacerlo al menor costo emocional y moral posible. La vida, continúa el pensador, se reduce a un proceso biológico que se busca optimizar permanentemente, sin ninguna dimensión moral o metafísica. La tecnología, la diversión, el consumo, las relaciones están orientados a la negación del dolor, de la frustración, del sufrimiento, van dirigidas a la satisfacción constante, banal e inmediata. Lo que duele se acalla a través de consumo, adicciones o medicalización.
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En el caso argentino, al argumento de la pandemia se le suma el de inflación (nuestra propia pandemia sin vacuna y sin control), que incita a desprenderse cuanto antes del dinero, como si los billetes quemaran en la mano. De esta manera los que el economista francés Daniel Cohen llama en su libro “Homo Económicus, el profeta extraviado de los nuevos tiempos”, bienes extrínsecos (materiales, adquiribles) se imponen a los bienes intrínsecos (vínculos, afectos, experiencias interiores dadoras de bienestar emocional y real felicidad). El placer en movimiento, o sea la carrera por satisfacer deseos que se renuevan sin descanso y que jamás acaban en satisfacción, acalla al placer en reposo, que es el que nace de lo intrínseco y no es medio para un fin ni se vincula a deseos, sino que deviene de atender necesidades.
EL CAMINO CIRCULAR
El final de la pandemia, que cierto optimismo voluntarista e ingenuo vaticinaba como una era en la que estaríamos volcados a lo esencial, más atentos a nuestros afectos y al cuidado del otro y del hábitat, más generosos y solidarios, menos hedonistas y egoístas, lejos de todo eso muestra más de lo mismo, de lo anterior y, en muchos casos, multiplicado y aumentado. Guillermo Oliveto, especialista en temas de consumo, se preguntaba en un reciente artículo publicado en “La Nación” si los argentinos estamos viviendo, como el protagonista de la película “The Truman Show” (del director australiano Peter Weir, con Jim Carrey y Ed Harris) en un mundo ficticio, de cartón piedra y felicidad aparente, un espectáculo cotidiano sin consistencia intelectual, que se traduce en las cifras que él mismo proporcionaba en su nota. Récord de asistencia a los cines en una época de estrenos de paupérrima calidad artística (4,9 millones de personas durante mayo), 1 millón 100 mil personas en los teatros entre enero y mayo (con entradas cuyos precios oscilan en los 3 mil pesos), tres estadios de River ya vendidos para la presencia en noviembre de Taylor Swift (artista que trascenderá más por ser un fenómeno económico que artístico), sumados a los diez estadios que vendió en 2022 Coldplay (otra manifestación de la excelencia del marketing por encima de la música), ventas en los shoppings que crecieron un 40% durante 2022, otro tanto (en este caso un 8,4%) ocurrió en los supermercados entre enero y mayo, el mayor consumo de combustibles en 12 años, y siguen las cifras. Aparejado a esto la pobreza supera el 40% y la indigencia el 13%. Todo en simultáneo y en el mismo país. Mientras uno son consumidos por la inopia y la privación extremas, otros consumen insaciablemente como forma de anestesia. Si hay una grieta imperdonable, es esta.
Acaso sean tiempos que justifican el título de “La ceguera moral”, que el gran pensador polaco Zygmunt Bauman (1905-2017) y el lituano Leónidas Donskis (1962-2016) pusieron al libro en el que, juntos, reflexionaron, poco antes del fallecimiento de ambos, sobre el estado de la sociedad contemporánea. Una sociedad, dicen allí, en la que ya no hay ciudadanos, sino solo consumidores, y en donde la ansiedad por huir del dolor físico termina provocando insensibilidad moral. Un siglo después de los “locos” años 20, la voracidad hedonista por una felicidad artificial parece decir que, más allá de progresos aparentes, la historia se mueve en círculo.
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