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Un hombre hace un ademán mientras se toma una selfie con su celular / Sanna Jågas / Pixabay
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Aunque parezca contradictorio, quizás sea en tiempos difíciles, como los actuales, cuando resulte más apropiado preguntarse por la felicidad. Es imposible definir cualquier fenómeno sin conocimiento de su contrario. No sabríamos qué es la luz si no existiera la oscuridad. Y así ocurre con lo áspero y lo suave, con el frío y el calor, con la tristeza y la alegría, con el día y la noche, con lo alto y lo bajo, con lo blando y lo duro, etcétera, etcétera. ¿La felicidad es simplemente ausencia de tristeza, de dolor, de incomodidad, de sufrimiento? ¿Es lo mismo que placer? En su libro “Homo Economicus; el profeta extraviado de los nuevos tiempos”, Daniel Cohen, economista francés nacido en Túnez, profesor en Harvard y laureado por la Asociación Francesa de Ciencias Económicas, plantea este interrogante: “¿Qué significa aspirar a la felicidad del mayor número de personas, cuando el 70% de los interrogados responde que lo que quiere es simplemente ingresos más elevados?”.
La respuesta no es sencilla. Aunque se diga que el dinero no proporciona la felicidad, pero ayuda, los cementerios están repletos de millonarios infelices. Y quizás no sea necesario revisar los camposantos para comprobarlo: abundan también en vida. Conviene recordarlo, porque en momentos económicamente difíciles suele asomar la idea de que con dinero la cosa sería diferente. Variados equívocos han llevado a asociar a la felicidad con el bienestar material, de la misma manera en que se confunde la calidad de vida (que se mide a partir de ingresos y posesiones) con la vida de calidad (un estado emocional y espiritual vinculado a afectos, vínculos y propósitos y logros existenciales imposibles de capturar en estadísticas).
En el ensayo titulado “La sociedad paliativa” el filósofo coreano Byung-Chul Han denuncia cómo se ha instalado lo que él llama la ideología del bienestar. Esta se sostiene en varios imperativos: ahuyentar el dolor, el sufrimiento, la pena por todos los medios posibles (comenzando por negarlos), imponerse pensamientos positivos, enfatizar la alegría y esconder la tristeza (en las selfies, en las redes sociales, en los avisos publicitarios solo se ve gente que ríe, que salta y que baila, como si el mundo y la vida fueran una fiesta ininterrumpida). Esto se traduce hasta en el habla. Cuando nos saludamos ya casi no preguntamos “¿Cómo estás?”. Lo remplazamos por “¿Todo bien?” o el lingüísticamente espantoso “¿Vos todo bien?”. Una pregunta que clausura de antemano la respuesta negativa. Debemos estar bien (o al menos decirlo) para no ser excluidos, apartados por “amargos”. Para evitar que el malestar, la imposibilidad, o cualquier padecimiento (que son parte natural de la vida) amenacen la positividad obligatoria la sociedad contemporánea, dice Han, ofrece una gran variedad de paliativos. Estos van desde terapias hasta disciplinas pseudo espirituales, prácticas destinadas al culto del cuerpo y a su perfeccionamiento sinfín (un cuerpo que no está destinado al encuentro con el otro, sino a la auto adoración narcisista), ceremonias masivas y bulliciosas, como los recitales y otros espectáculos, que ensordecen las voces y necesidades interiores, incitación al consumo de bienes cada vez más perecederos y menos necesarios, y, por si algo fallara, la desbocada medicalización del dolor y el sufrimiento psíquico. La aplicación desmesurada de piscofármacos hasta el punto en que su uso se naturaliza y no se discierne en qué condiciones puntuales serían recomendables. Al medicalizar el dolor, escribe Han, se acalla su mensaje. Porque se lo reduce a una cuestión orgánica y se pierden las referencias emocionales que pueden conducir a escuchar las palabras no dichas y las necesidades sepultadas que ese dolor puede y suele expresar. Cuando se pierde su sentido ya es imposible soportar el menor dolor, y sin la comprensión de ese sentido la vida se reduce a un simple proceso biológico, explica muy bien el filósofo coreano.
La híper positividad no trae como resultado la felicidad, sino una alegría artificial, una adicción al placer por cualquier medio. La felicidad es una puerta que se abre desde adentro, es el resultado de una manera de vivir, de ir descubriendo en pequeños actos el sentido de la propia vida, es el fruto de un modo de cultivar nuestros vínculos y afectos, de expresar nuestros valores a través de actitudes, es la consecuencia de elecciones responsables, del modo en que asumimos las consecuencias de nuestras decisiones y de cómo respondemos a ellas. Los estímulos de la felicidad no son ni materiales ni externos. El placer, en cambio, es una puerta que se abre desde afuera, es disparado por estímulos externos y por ello, una vez que pasa el efecto del disparador, necesita que la dosis del estímulo aumente, o cambiarlo por otro.
Antes que felicidad, la híper positividad provoca violencia, advierte Byung-Chul Han. Porque la negación del dolor a través de la híper diversión, la híper conexión (sumergirse en pantallas y redes sociales todo el día), el híper rendimiento, se traduce en híper irritación, en odio a flor de piel que produce enfrentamientos y grietas a cada paso. Termina en una epidemia de dolores crónicos, del cuerpo, de la mente y del alma, epidemia que es un grito del ser que pide contacto en la sociedad del aislamiento. Donde el dolor es negado no puede florecer el amor. El mundo sin dolor es “el infierno de lo igual” (otra vez en palabras del filósofo), un mundo plano, de pura supervivencia, en el que se teme ir más allá de la superficie de las palabras, de los sentimientos y de la propia realidad, en el que los vínculos son cada vez más frágiles y fugaces, apenas roces. No hay espacio tampoco para los momentos de verdadera felicidad (la felicidad, como el dolor, nunca es permanente, por eso es valiosa), se instala una anestesia generalizada y esto se traslada a todos los planos. A las conversaciones, a los proyectos, a las relaciones. También a la política, porque si todo lo que se busca es evitar la realidad y sus peripecias a menudo difíciles, los mensajes y las acciones políticas serán también banales, falsos, analgésicos de efecto breve. Y también lo será el arte, cuyas expresiones (cine, música, literatura) resultarán irrelevantes, pasajeras, vacías, complacientes, carentes de sombras y de desafíos.
Como reflexiona el pensador inglés John Gray en su delicioso libro “Filosofía felina”, una invitación a comprender la vida a través de los gatos, la felicidad ni es una meta ni está en el futuro. Se verifica en esos momentos por los cuales, aun en tiempos difíciles, vale la pena vivir, así sean breves. Epifanías. Momentos que motorizan y transforman. Que alumbran sentido. Ni el placer por sí mismo, ni los paliativos, transforman. Por eso acaso estos tiempos sean aptos para reflexionar sobre la felicidad, porque cuando se acepta su opuesto complementario en lugar de negarlo o anestesiarlo, es cuando más instrumentados estamos para reconocerla, para no confundirla, para valorarla. Para comprender que no depende de cuánto tenemos, sino de cómo vivimos.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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