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Hay vida afuera de la economía

22 de Julio de 2018 | 08:59
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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com

El 3 de mayo de 2014 moría en Chicago, a los 83 años, el economista Gary Becker, ganador en 1992 del Premio Nobel en su especialidad. Al estudiar el comportamiento humano desde la óptica económica Becker había llegado a la conclusión de que toda experiencia y todo vínculo pueden entenderse como una transacción. Todas las personas, según sostenía, orientan sus conductas y decisiones en términos de ganancias y pérdidas, de beneficios y perjuicios, especialmente materiales, y por lo tanto cualquier humano, independientemente de su edad, su condición económica, su posición social, su acervo cultural, su profesión o actividad, su sexo o género, su nacionalidad, su etnia, su religión, es pasible de ser estudiado por la economía. Y se convertiría así en lo que algunos consideran como el más alto grado evolutivo alcanzado hasta hoy, el “homo economicus”.

Talibán del mercado, Becker era una de las lumbreras de la Escuela de Chicago, una especie de logia económica con sede en la universidad de esa ciudad, para la cual todo en la vida se puede vender y/o comprar, solo depende de contar con los recursos, en el caso de la compra, o de necesitarlos, en el de la venta. En esa línea Becker llegó a sostener (como recuerda el economista y ensayista británico Raj Patel, en su libro “Cuando nada vale nada”), que el bienestar general de la sociedad aumentaría si se legalizara un mercado de órganos que permitiera a los pudientes comprar los órganos de los pobres y si, por ejemplo, la entrada de inmigrantes a los países se sometiera a subasta, de modo que solo pudieran ingresar quienes contaran con recursos económicos como para comprar su cupo, lo que mejoraría el nivel de la sociedad. Más allá de la impiedad básica de este planteo, quizás al Nobel se le escapó el detalle de que los “pudientes” podrían ser, en ambos casos, delincuentes, narcotraficantes, tratantes de personas, criminales de guerra con identidad cambiada o gobernantes prófugos escapados de la justicia de sus países. Pero se sabe que para los fundamentalistas económicos estas cuestiones no cuentan mientras los números cierren.

LA FELICIDAD POSPUESTA

Tras haber provocado entre 2007 y 2008 la mayor debacle económica global de la que se tenga memoria, y sin que sus responsables hayan pagado sus culpas por una mala praxis perversa que desquició vidas y proyectos, destruyó familias, provocó suicidios masivos, arrasó con empleos y generó indigencia, el dogma del mercado vuelve por sus fueros en estos días. Víctimas recurrentes de él, los argentinos nos encontramos hoy con el mismo y conocido plato de sopa en nuestras mesas. De ahí la oportunidad de traer a Becker, y a lo que él representa, a la memoria. Cuando la crisis nos arrincona, y obliga a abandonar proyectos, reducir espacios vitales (tanto físicos como psíquicos), temer por nuestro futuro y el de nuestros hijos, se nos suele prometer que tales momentos difíciles son el preanuncio de la felicidad futura. El historiador y ensayista inglés Tony Judt (1948-2010), uno de los más lúcidos analistas del acontecer mundial en el siglo veinte, advierte en su ejemplar ensayo “Algo va mal” que, cuando imponen recortes y ajustes, los gobernantes y legisladores “se enorgullecen de haber sido capaces de tomar decisiones difíciles”. Pero esas decisiones son siempre difíciles para el ciudadano, no para ellos, señala Judt. Y se toman siguiendo las recetas y urgencias de los mercados, y no las necesidades de la población. La eficacia (nunca demostrada) está por encima de la compasión, subraya el ensayista. Por supuesto, esta frase provocaría una sonrisa burlona en Becker y en sus creyentes.

Las decisiones difíciles de los políticos son, en realidad, difíciles para el ciudadano

 

Como buen historiador, Judt invita a no desactivar la memoria, porque es difícil entender el presente si se ignora el pasado. Y también es más fácil ser engañado por los discursos sofistas y manipuladores. Así es como recuerda que, tras la gran crisis de 1929, enlazada a la casi inmediata Segunda Guerra, la mayor masacre colectiva ocurrida hasta entonces, los Estados modernos asumieron la inversión social (nunca es gasto, como se la suele llamar) como preocupación principal. Durante décadas se mantuvo el pleno empleo y el crecimiento económico sostenido revertía en mejoras en la vida de la comunidad. Cuando en Estados Unidos, nada menos, el presidente Lyndon B. Johnson propuso la construcción de una “gran sociedad”, basó esa visión en una fuerte inversión pública. El proyecto sería motorizado por programas e instituciones financiados por su gobierno. Corrían los años 60 y sobre Johnson no cayeron críticas, sino apoyo.

Fue en los años 80, dice Judt, cuando empezó la tiranía de los mercados tal como la conocemos y padecemos hoy. Acaso porque, al ir quedando en el espejo retrovisor la dura convalecencia que siguió a la Guerra y que puso a la humanidad ante la posibilidad de su extinción, la conciencia colectiva dejó paso paulatinamente al egoísmo, a un individualismo crecientemente hedonista, a la aparición de una tecnología cada vez más orientada al negocio y a lo suntuario que a la atención de necesidades verdaderas. El interés personal le ganó al social y se instaló en el inconsciente colectivo la creencia de que se puede prescindir de los otros, la pretensión de ser un todo autónomo y no la parte de un todo que es más que la suma de sus partes.

Eso preparó el terreno en el que los mercados y los dogmas neoliberales se instalarían como opción única y se presentarían como una nueva religión. La religión de estos tiempos. Que cada uno atienda su juego y que el perdedor se embrome. O que espere a que desborde alguna gota del vaso del ganador. Solo que el juego nació en desigualdad de condiciones, no con similar cantidad de fichas y opciones para todos. Y así se sigue jugando.

OTRO MODO DE PENSAR

Judt dedica el que es su último libro a sus hijos entonces adolescentes. Lo escribió en 2010, mientras una esclerosis lateral amiotrófica iba terminando con su vida, pero no con la lucidez que mantuvo hasta último momento. “¿Cómo podemos enmendar el haber educado a una generación obsesionada con la búsqueda de la riqueza e indiferente a otras cosas?”, se preguntaba en esas páginas. “Quizás podríamos empezar recordándonos a nosotros mismos que no siempre fue así. Pensar solo en términos de economía, como lo hacemos desde hace treinta años, no es algo intrínseco a los seres humanos”. Hay vida más allá de los mercados.

Gary Becker sostenía que la felicidad es la suma de las cosas que compramos más el tiempo que empleamos en usarlas. Si esto fuera así, la vida humana sería un pobre proyecto. Una breve trayectoria carente de sentido. Y orientaría a los gobernantes (asesorados por ortodoxos de la economía que una y otra vez fracasan como videntes del futuro) a políticas orientadas básicamente al consumo. Ciclos cortos, de disfrute fugaz, antes de caer en la siguiente crisis y de mantener un telón de fondo de constante insatisfacción existencial. Raj Patel coincide con Judt cuando escribe: “al sumir al papel que nos asignan al nacer en esta cultura de consumo, cargándonos de deseo hasta la muerte, solo estaremos atentando contra nuestra felicidad como personas y como sociedad”. Quizás no es en la economía en donde están las razones profundas de nuestro malestar ni el sentido de nuestra vida y de nuestra conviviencia.

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