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Cuando en mayo pasado se decidió la liberación de más de dos mil presos detenidos en cárceles y comisarías de la provincia de Buenos Aires, basándose esa medida en razones relacionadas al flagelo del coronavirus, no sólo se desató una áspera polémica seguida con un cacerolazo social de protesta que se hizo sentir en muchas ciudades y localidades, sino que quedó evidenciado con crudeza uno de los costados más inquietantes que presentan la seguridad y el sistema penal, muy especialmente en el ámbito de la Justicia.
Como se recordará, la decisión permitió la salida de unos 1.800 presos en los penales y dependencias policiales bonaerenses, a los que se sumaron los más de 300 excarcelados de prisiones federales. Los resultados del otorgamiento de ese beneficio tardaron poco en verse: las crónicas policiales de los medios gráficos y televisivos, que se habían “enfriado” desde los primeros días de la cuarentena, volvieron a recalentarse por el retorno a la actividad delictiva de muchos de esos presos liberados.
Hace pocas horas le tocó vivir esa penosa experiencia a un vecino platense que, cuando caminaba con su pequeña hija, fue asaltado por dos motochorros que lo hicieron caer al suelo y le apuntaron con un arma, mientras la víctima, a pesar del lógico miedo, atinó a recostarse sobre su hija para evitar que la balearan. Debe decirse que “afortunadamente” uno de los ladrones sólo lo golpeó con la culata del arma para después robarle el celular y escapar con su cómplice.
Lo cierto es que la escena fue filmada por las cámaras de seguridad de la zona y ello permitió detener al delincuente que, desde el año 2015 sumaba 57 causas penales, a razón de una por mes. Pudo saberse, además, que el hombre había sido liberado de una cárcel provincial en julio pasado, por el coronavirus.
Se dijo en mayo pasado y conviene reiterarlo ahora: como principio debe señalarse que no es razonable ningún tipo de excarcelación indiscriminada de presos, especialmente de aquellos que tienen condena penal por delitos graves. La medida no sólo no pareció oportuna, sino que pareció surgir de una suerte de inmadurez institucional en la que el Estado no debe volver a recaer de ninguna manera.
Fue comprensible -y así se lo dijo- que, frente al flagelo del coronavirus, se haya permitido la salida de aquellos presos que integran los grupos de riesgo. Está fuera de duda que las personas detenidas tienen los mismos derechos a la salud que el resto de los habitantes. Pero la suelta masiva de presos surgió a partir de fallos judiciales cuestionados que incluyeron a detenidos que no cumplían con esos parámetros sanitarios -ser mayores de 65 años, mujeres embarazadas o personas con enfermedades preexistentes-, de modo que se abrieron las puertas en forma indiscriminada. A partir de allí, los especialistas saben que se incrementó en forma ostensible el número de delitos.
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En lugar de excarcelar sólo a quienes no podían permanecer detenidos -puesto que tampoco se intentó habilitar unidades anti-COVID en los penales- se permitió salir también a homicidas, ladrones inveterados, narcotraficantes y violadores, muchos ya con condena firme. De allí que se hayan visto plenamente justificadas las protestas y los temores de la población.
Otro punto que debió ser considerado, antes de abrir discrecionalmente las puertas de los penales, tiene que ver con la imposibilidad material de control para constatar si los liberados cumplen o no, en forma efectiva, con las condiciones propias de una prisión domiciliaria. Se sabe que no hay suficientes tobilleras electrónicas y que resultaría también imposible suponer que se podría asignar un efectivo policial para que controle a cada uno de los liberados.
Queda poco por decir, una vez que esa medida ya fue tomada a partir de la incomprensible decisión de algunos magistrados de la Provincia. Sólo hay que esperar que no vuelvan a incurrir en semejante error, cuyo precio lo está pagando en forma cotidiana -a veces con su sangre, a veces con sus vidas, siempre con sus bienes materiales- una población indefensa frente a delincuentes decididos a todo.
También es cierto que fueron muchas las administraciones provinciales que prometieron construir cárceles, que garantizaran plazas suficientes para evitar hacinamiento y mejores condiciones de vida para los reclusos. Sin embargo, no se ha cumplido con esos anuncios. El resultado fue la sobrepoblación de muchos penales. Sin embargo, bajo ningún pretexto se puede explicar y menos justificar aquella o ninguna otra liberación indiscriminada de presos.
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