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Séptimo Día |PERSPECTIVAS - UNA MIRADA SOBRE LA VIDA

Esa palabra que empieza con C

Esa palabra que empieza con C
30 de Julio de 2017 | 08:37
Edición impresa

Mail: sergiosinay@gmail.com

Pocas palabras han de haber circulado tanto en los últimos tiempos, y sobre todo en la última semana, como el vocablo corrupción. Las palabras que se usan a destajo pueden perder su contenido, convertirse en simples sonidos que no producen eco. Como ocurre con el dinero durante la inflación, pierden valor. Hay que multiplicarlas enormemente para conseguir muy poco a cambio. Incluso a los corruptos les conviene que la palabra que los designa se use hasta el cansancio, de manera que su significado ya no los impugne, que no indigne, que se acepte como parte natural del paisaje. Para resignación de unos y para festejo de otros.

Corrupción es una palabra de origen latino. Proviene de “corruptio”, que define la acción y efecto de depravar, echar a perder, sobornar, pervertir, dañar. Como se ve, los efectos que describe exceden a la política y a la economía. Lo corruptible abarca un amplio campo de la experiencia humana. Y hay que destacar una particularidad. Ocurre siempre por la intervención del ser humano. Es él quien corrompe o se corrompe. Por lo tanto, no se trata de un fenómeno natural. Esto vale para enfrentar argumentos muy comunes y extendidos como aquellos según los cuales en todas partes hay corrupción. O siempre la hubo. O es inherente a la condición humana y, por lo tanto, inmodificable.

Si nada puede hacerse contra la corrugmail.cpción, los propios seres humanos no habrían dado nacimiento a la moral y a los valores. Es decir, a una convención de normas y reglas a compartir (más allá de las creencias) orientadas a posibilitar una vida digna, durante la cual las potencialidades de cada individuo puedan realizarse. Y puedan hacerlo en un marco común, en el que todos comprendan que se necesitan y, por lo tanto, se respeten. Así, quien corrompe o quien es corrompido atenta contra el contexto humano del que forma parte. Y, en más de un modo, atenta contra la vida.

PARA UNA VIDA HUMANA

Como recuerda el pensador español José Antonio Marina en su “Ética para náufragos”, Emanuel Kant (uno de los padres de la filosofía moderna) apuntaba cuatro condiciones necesarias para que la vida humana pueda considerarse tal. El sentimiento moral, la conciencia moral, el amor al prójimo y el respeto por sí mismo. Estas condiciones están, despiertas o dormidas, en todo hombre y por lo tanto todo hombre puede ser obligado a un comportamiento moral. Cuando esas condiciones se cancelan, señalaba Kant, la humanidad se disuelve en animalidad (con todo respeto por los animales, cabe acotar, pero no por los humanos que así actúan). Nada desbarata tanto la posibilidad de la vida y la convivencia humana como la omisión de esas condiciones. Eso es la corrupción.

Considerarla solo como una cuestión económica o política, según el caso, es minimizar y banalizar su dimensión. La corrupción es antes que nada moral. Y no hay moral sin agentes morales, advierte Marina. Es decir, si los miembros de una sociedad no se comprometen a respetar los valores (normas y convenciones) que hagan posible sus vidas y las de sus semejantes, y que lo hagan en un ámbito de dignidad. Esto es un deber. Pero no una obligación. Marina distingue entre ambos conceptos. Las obligaciones son actos ligados a un fin. Los deberes son fines en sí mismos. Lo decía el propio Kant: las acciones morales tienen su recompensa en la misma acción. No hay en ellas ni coacción, ni promesa de recompensa. Corrupción significa olvido de los deberes morales. A nadie se lo debería premiar por no ser corrupto, porque eso no es un mérito. Es simplemente responder, a través de la conducta, a su deber humano. Pero sí es necesario que existan sanciones para la corrupción, porque ella atenta contra el patrimonio moral común.

Al respecto el novelista y ensayista francés Georges Bernanos (1888-1948), cuyas profundas inquietudes éticas y religiosas se plasman en novelas como “Diario de un cura rural” o “Mouchette”, anotó que “el primer signo de la corrupción de una sociedad es la implantación de la idea de que el fin justifica los medios”. Un pensamiento en el que conviene detenerse, porque corruptores y corrompidos no nacen de repollos ni son fenómenos aislados. Se cuecen en un ámbito social favorable, son la expresión más brutal, y a menudo criminal, de una conducta extendida en la sociedad, en diversos ámbitos y de diferentes maneras. Cuando no se respetan normas de convivencia en lo cotidiano (desde las de tránsito hasta las de limpieza, pasando por una amplia gama), cuando se trampea en los negocios tanto grandes como en el menudeo, cuando se buscan ventajas a través de atajos, cuando se coimea (a un funcionario o a un agente de tránsito), cuando se aceptan tratos oscuros, cuando se evaden deberes ciudadanos, cuando se justifica a quienes roban porque de ese robo se obtienen mendrugos, cuando se mira hacia otro lado ante delitos menores y mayores, se están emitiendo los signos que menciona Bernanos. Se cumple, en fin, con los preceptos en que se origina la palabra corrupción, como se mencionaba al comienzo de esta columna: echar a perder, dañar, pervertir. Y los síntomas se agravan en el caso en que la ausencia de sanción a la corrupción empieza a convertirse en norma y se naturaliza. El gran pensador argentino José Ingenieros (1877-1925), cuyas obras “Las fuerzas morales” y “El hombre mediocre” merecen seguirse leyendo, apuntaba que “nadie piensa donde todos lucran y nadie sueña, donde todos tragan”.

MIRARSE EN EL ESPEJO

Son suficientes razones para que, además de indignarse por la impunidad de sus corruptos más públicos y notorios, una sociedad empiece a mirarse a sí misma. Quizás hacerlo no sea cómodo, quizás sea molesto. Como cuando el espejo nos devuelve una imagen que contradice la que nos habíamos hecho de nosotros mismos. Pero la culpa nunca es del espejo y de nada vale ocultarlo, romperlo o taparlo con una manta. El espejo no crea imágenes, solo las refleja. Por supuesto, hay quienes incluso en ese contexto se empeñan en vivir, trabajar y vincularse de una manera moral. Aun minoritarios, y mayormente anónimos, son ellos quienes mantienen a la sociedad en pie con sus conductas y sus ejemplos. Al ser agentes morales no esperan recompensas, simplemente hacen lo que deben hacer. A ellos les cabe un recordatorio de Nicolae Iorga (1871-1940), escritor, historiador y político rumano, un apasionado humanista que fue asesinado por grupos fascistas en el comienzo de la Segunda Guerra. “Dejar de luchar por culpa de la corrupción que hay a tu alrededor, es como cortarte el cuello porque hay barro afuera”, pensaba Iorga.

Aunque se espere mucho y se obtenga poco de la justicia, las conductas de cada miembro de la sociedad pueden hacer bastante para descontaminar y desintoxicar las amplias zonas de la vida en común (y del futuro de cada uno) que la corrupción viene devastando. Como toda tarea prolongada y compleja, llevará tiempo. Y es indelegable. No se puede posponer para “cuando las cosas mejoren” ni se les puede pedir a “los de arriba” que se encarguen. Las cosas y los de arriba serán mejores según sea la coherencia que haya entre la sociedad y sus valores.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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