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Néstor Perlongher y Javier Adúriz, dos poetas cuyas obras aparecen como expresiones cumbres de la última poesía argentina. Influencia de Enrique Molina, Ginsberg, Góngora sobre el primero; de San Juan de la Cruz, Banchs y Pizarnik en el segundo.
Néstor Perlongher
MARCELO ORTALE
Hay dos poetas argentinos que en estos años, superando la atomización de las escuelas y corrientes, vinieron convirtiéndose en escritores de culto y que de a poco, con sus estilos innovadores y clásicos, populares y a la vez ensimismados, llegaron a la altura. No se aventuran quienes dicen que los dos aparecen ya como expresiones cumbres de la generación del 70. Una generación que vivió el fin del existencialismo y la revolución del Mayo francés del 68, que reverenció a la libertad y se rebeló contra todo autoritarismo, incluso contra la propia palabra con la que fueron erigiendo sus agonizantes y bellas obras.
Uno de ellos es Néstor Perlongher, nacido en Avellaneda, muerto San Pablo, Brasil, a los 43 años de edad. Fue poeta, sociólogo, militante troskista y principal referente del llamado entonces Frente de Liberación Homosexual en la Argentina, reprimido luego por el Proceso militar y obligado al exilio.
El otro es Javier Adúriz, profesor universitario de Letras, poeta premiado en el país y el extranjero, nacido y fallecido hace poco en Buenos Aires. De Adúriz ahora apareció una antología póstuma –Poesía Completa, de Ediciones del Dock, de 481 páginas- que incluye los nueve libros de poemas que escribió desde 1971 hasta el último de 2011.
Puede decirse que ambos forzaron su propio lenguaje, sin perder belleza ni comprensión. Los une, además, un trabajo: Adúriz escribió un meditado ensayo titulado “Perlongher”. Ambos obtuvieron reconocimientos en vida, pero eso les importó poco. Como Alejandra Pizarnik, los dos intentaron evitar el dolor de la existencia escribiendo, pero también a ellos les fue revelado que la palabra poética es causa de dolor, que la poesía es un juego de llamas y que con ella se ingresa a territorios de los que luego no se vuelve.
En una nota publicada en Clarín al cumplirse veinte años del fallecimiento de Perlongher, el crítico y poeta Ezequiel Alemián sostuvo que “cuando en 1981 escribió su poema largo Cadáveres , Néstor Perlongher sintetizó como nadie la época de la posdictadura y cambió radicalmente la sensibilidad literaria de nuestro tiempo. Cuando poco después publicó Evita vive , un cuento breve, demolió la mitología política argentina con las armas del movimiento gay. Blasfemo, provocador por naturaleza, fue resistido durante mucho tiempo, y en gran medida lo sigue siendo. Murió hace veinte años, a los cuarenta y tres”.
Nacido en Avellaneda en 1949, al llegar a la juventud Perlongher pensó en estudiar Letras pero eligió Sociología. Por su militancia política y su activismo gay fue detenido en 1976. . Con seudónimos escribirá informes clandestinos sobre la represión a los homosexuales. Es encarcelado nuevamente, internado en Devoto por posesión de drogas. Al quedar libre decide emigrar a Brasil en donde dará cursos de sociología en la Universidad de Campinas dará cursos de antropología urbana basándose en textos de Giles Deleuze y Félix Guattari. En 1986 escribe su tesis profesional sobre el negocio de la prostitución masculina en San Pablo.
Entre los muchos autores que influyeron en su obra, los críticos mencionan a Enrique Molina, Allen Guinsberg y a Góngora
A continuación se transcriben las primeras estrofas de su largo y angustioso poema “Hay cadáveres”
“Bajo las matas/ En los pajonales/ Sobre los puentes/ En los canales/ Hay Cadáveres/ En la trilla de un tren que nunca se detiene/ En la estela de un barco que naufraga/ En una olilla, que se desvanece/ En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones/ Hay Cadáveres/ En las redes de los pescadores/ En el tropiezo de los cangrejales/ En la del pelo que se toma/ Con un prendedorcito descolgado/ Hay Cadáveres/ En lo preciso de esta ausencia/ En lo que raya esa palabra/ En su divina presencia/ Comandante, en su raya/ Hay Cadáveres/ En las mangas acaloradas de la mujer del pasaporte que se arroja/ por la ventana del barquillo con un bebito a cuestas/ En el barquillero que se obliga a hacer garrapiñada/ En el garrapiñiero que se empana/ En la pana, en la paja, ahí/ Hay Cadáveres/ Precisamente ahí, y en esa rica/ de la que deshilacha, y/ en ese soslayo de la que no conviene que se diga, y/ en el desdén de la que no se diga que no piensa, acaso/ en la que no se dice que se sepa.../Hay Cadáveres”
Entre sus poemas figura también esta suerte de miniatura, titulado “El Circo”, que dice así: “soledad del lamé: de lo que brilla/ no llora lo que ríe sino apenas la máscara que ríe lo llorado/ llorado en lo reído:/ lo que atado al corcel, lo que prendido/ al garfio/ de la soga:/ la écuyère: domadora/ la que penachos unce por el pelo/ prendida a lo que mece: a lo que engarza: /ganchos/ alambres/ jaulas/ animales dorados/ a los aros/ atados/ a los haros/ halos/ aros:/ la mujer más obesa, la barbuda: / la de más fuerte toca:/ la enganchada/ en el aire/ en el delirio:/ en la burbuja del delirio:/ el mago/ en sus dos partes:/ la que cortada en dos/ desaparece/ y la que festoneada por facones/ sangra de corazón: la que cimbréase sin red, la que desaparece”
Muy joven aún, a los 43 años, Perlongher murió de Sida en San Pablo, Brasil, en 1992.
A los 21 años de edad el joven Javier Adúriz publicó “Palabra sola”, su primer libro de inusual madurez que mereció críticas elogiosas de grandes escritores. El poema inicial dice: “A veces quisiera/ sordamente meciendo/ las banderas de tu cuerpo,/ en la inmensa playa/ quedar exhausto/ donde los árboles de sal/ se agitan/ como largos desencuentros”. Su prologuista y mentor primordial, Luis Martínez Cuitiño diría: “Asistimos al desusado crecimiento de una voz nueva”.
La poesía es incompleta, impotente: “Si estas líneas contuvieran algo/ algo al menos del fervor de tu voz/ del brillo inolvidable de tus ojos/ seríamos bien distintos: yo/ un artífice o mago/ ellas, la perfección/ pudorosa de un retrato/ Pero no hay nada. Como palabras/ absolutamente vacías/ todo reitera una música ausente”.
Muy joven, conoció a los clásicos españoles. Se especializó en San Juan de la Cruz, en Góngora, en Quevedo, en Lope. Sus primeros sonetos impresionan por la cerrada perfección con la que están escritos. Exploró la escritura más libre de Enrique Banch, a quien consideró un creador luminoso. Se internó luego en la generación del 27: leyó y admiró a Lorca, Alberti, Salinas, Aleixandre, Neruda y antes de ellos a Machado. Después estudió la poesía italiana, admiró a Ungaretti, a Montale, a Quasímodo y la inglesa. Tradujo del inglés, con su mujer, obras clásicas pero también los poemas de los Beatles. Después se volvió popular, tanguero, decidor, devoto de la poesía de Girondo. Amó el humor de Macedonio y el lirismo de Borges.
Muchos años después, recién muerto Adúriz, otro poeta, Santiago Silvester, acaso sin saberlo, cierra aquel primitivo anticipo de Martínez Cuitiño y escribe en enero de 2012, en el prólogo de las poesías completas del autor desaparecido: “Me animo a decir algo que suena a profecía: la obra de Javier Adúriz ya está convocada por las generaciones de poetas futuros, que ahora mismo están llegando; va a ser tenida en cuenta como las obras que dejan una huella seria, profunda, en la sensibilidad de una época, que ya ha comenzado. Tal vez no esté hablando del futuro, sino, como suele suceder con las profecías, del presente más actual, por lo que la publicación de su obra es una necesidad urgente”. Silvester lo sitúa como una suerte de péndulo, heredero de lo clásico y de las vanguardias.
Adúriz fue un hombre formado en las letras, becado y perfeccionado en universidades europeas. Fue poeta, ensayista y profesor en universidades y colegios, venerado como pocos por sus alumnos. En Internet pueden verse los videos dedicados a él por sus jóvenes estudiantes. .
“No llores. Nadie oye- Del cielo de la isla/ no queda casi nada- La mañana está cerca/ No llores, no te quiebres, -si cada uno es siervo/ de lo que quiso ser- La noche ya termina/ No te arrepientas, digo- vas a cruzar el río/ como se cruza un sueño- Celebrarás tan pronto…” escribió en el medio del camino de su vida.
Mas tarde diría en su reflexiva y lúcida prosa: “Créase o no, viajé durante años a dar clases en la Universidad de Morón disfrazado de profesor de Historia Medieval. Cada sábado veía los edificios de mi ciudad achaparrarse. Y no bien me abandonaba el traqueteo de las ruedas y las vías, me perdía en el espectáculo de los vendedores ambulantes. Era un día ciertamente mágico y de brusca belleza. Casi como ingresar a un territorio ignorado, donde caras turbias y duras componían otra ansiedad posible, mucho más americana que mi estilo inmigrante”.
Uno de sus últimos poemas trae estos dos versos: “Tal vez me vaya hacia mi cuerpo/ hacia lo que menos conocí en mi vida”.
Casado con Ana Bravo, padre de cuatro hijos, con quienes “dialoga” en muchos y conmovedores poemas, Adúriz fue poeta hasta el final. Internado en la clínica de los docentes, en la porteña calle Lavalle, ya con el cáncer invadiéndolo, le tomó la mano a un amigo que lo visitaba y le dijo sonriente. “Vamos hermano, vamos a soltar juntos este rezo literario…” Un rayo de sol entraba por la ventana y Adúriz empezó con la estrofa de Martín Fierro: “Vengan santos milagrosos, vengan todos en mi ayuda…”. Y así se despidió, no se sabe bien si recitando o rezando.
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