

¿El celular mejora la educación?
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¿El celular mejora la educación?
Por SERGIO SINAY (*)
Mail: sergiosinay@gmail.com
Ayer se dotaba a los alumnos de computadoras. Hoy se habilitó el uso de teléfonos celulares en las aulas. Una y otra vez (y no serán las últimas) el argumento que se repite sostiene que de este modo se actualiza la educación. Por esta vía la escuela, dice esa teoría, se incorpora a la fiebre innovadora que, como el agua, se introduce hasta en los últimos intersticios de la actividad humana. Una pregunta, sin embargo, sobrevuela sobre estos episodios. ¿Mejora la calidad de la educación con estas innovaciones? ¿Se profundizan sus contenidos? ¿Transmiten valores y modelos de vida y vínculos? ¿Estimulan la capacidad de pensamiento, especialmente de pensamiento crítico? Las respuestas, por cierto, no están en Google, ni en Wikipedia, ni, mucho menos, en El rincón del vago. Y merecen que se les dedique tiempo.
A la luz de la euforia desatada alrededor de las tecnologías de información y conexión (no han demostrado ser de comunicación, como se las llama), estas innovaciones en la educación parecen comulgar con una creencia tan difundida como infundada. Según ella, los chicos y adolescentes de hoy son genios y se han diplomado de tales debido a su experto manejo de computadoras, tablets, celulares y sus “softwares” y derivados, como buscadores, redes sociales, etcétera. Esta confusión entre habilidad y genialidad es propia de una cultura que tiende a la superficialidad y a la simplificación. Algunas generaciones atrás hubo chicos nacidos en hogares donde había televisores, lo que les permitió familiarizarse pronto con su uso, pero de ninguna manera les otorgó patente de genios frente a sus padres, que habían nacido, habían crecido y se habían entretenido sin ese artefacto.
La destreza en el manejo de algo que es simplemente técnico y que está integrado al mundo cotidiano no acelera (ni mucho menos permite saltear) ciclos de maduración, no genera mágicamente conocimientos, no proporciona experiencia existencial. Los chicos son siempre chicos y necesitan, en todas las épocas y con todas las tecnologías, de adultos que piensen y les enseñen a pensar, que establezcan con claridad las coordenadas por donde va a circular la vida de esos chicos, y, fundamentalmente, que esas coordenadas transmitan valores y orienten hacia el desarrollo de una vida con sentido. Por mucho fanatismo y exaltación que despierten la inteligencia artificial y otras promesas del paganismo tecnológico, no hay mecanismo, programa o adminículo que remplacen hoy a aquellas funciones y responsabilidades que comienzan en el hogar, a cargo de padres y adultos significativos, y se completa en la escuela.
El ensayista, historiador, economista y novelista canadiense John Ralston Saul, que preside el PEN Club Internacional (organización que nuclea a escritores de todo el mundo) hizo, en su ensayo “La sociedad inconsciente”, la siguiente advertencia: “El problema con una tecnología que cambia a ritmo galopante no se resuelve proporcionando a los estudiantes determinadas habilidades para el manejo de la misma, sino enseñándoles a pensar y dándoles herramientas del pensamiento para que puedan reaccionar ante lo miles de cambios, incluidos los tecnológicos, con los que habrán de enfrentarse inevitablemente en las próximas décadas”. Ralston Saul escribía esto en 1995, apenas dos años más tarde de la aparición de Internet (que, pese a lo que muchos parecen creer no existió siempre ni es eterna). Aun no se había instalado la idea de que un envase es más importante que sus contenidos, como ocurre hoy con las tecnologías digitales, ni que las personas deben convertirse en herramientas de una simple herramienta a riesgo de quedar obsoletas o excluidas del conocimiento.
Las herramientas tecnológicas no preparan de por sí para el conocimiento
Pero ocurre que conocimiento sin pensamiento no es tal; es simple acumulación de datos. Las herramientas tecnológicas no preparan de por sí para el conocimiento. Si quien las usa está desprovisto de capacidad y entrenamiento para dudar, discernir, comparar, reflexionar, observar, imaginar, proyectar, distinguir o preguntarse (todos estos factores completan la facultad humana de pensar), tales herramientas solo funcionarán como una suerte de pala que recoge información indiferenciada y fragmentaria y la arroja en un receptáculo en el que se mezclarán sin integrarse y procesarse, sin generar algo nuevo: por ejemplo, ideas propias, una cosmovisión, argumentos acerca de la realidad, capacidad de expresión, vocación, aspiración a intervenir en el mundo para mejorarlo.
“Un estudiante que se gradúe con muchas habilidades técnicas pero sin el hábito de pensar, carece de educación”, decía crudamente Ralston Saul. Con un riesgo grave: “A esas personas les resultará difícil ejercer como ciudadanos”. Y terminaba: “La especialización utilitaria socava la capacidad de aprender a pensar”.
¿Cuál es la filosofía educativa, la visión del mundo, la concepción existencial dentro de la cual se presentan las innovaciones tecnológicas como, casi, una revolución educacional? Es pertinente trasladar estos interrogantes a quienes ayer y hoy, gobierno tras gobierno, empiezan por las herramientas, haciendo gala de un modernismo “cool”, antes de tener en claro para qué se las usará. Como quien compra flamantes martillos, pinzas y juegos de destornilladores porque estaban en promoción y en todo caso después verá qué puede hacer con ellos. Se sabe por ahora que aquellas computadoras terminaron en muchos casos inútiles por falta de lo básico para su funcionamiento (electricidad en las escuelas), por estar desactualizadas, porque fueron rápidamente vendidas por sus receptores, porque los propios docentes no estaban previamente entrenados o simplemente porque fueron entusiastamente destinadas a otros fines, entre ellos juegos en red. ¿Es fantasioso pensar que la liberación de los celulares en las aulas lejos de propiciar un uso responsable de estos aparatos, estimulará la navegación por redes sociales, la distracción permanente (en una cultura que ya padece de serios problemas de falta de atención, pensamiento fragmentario y perdida de habilidad para las relaciones personales no intermediadas tecnológicamente), la discriminación hacia quien tenga un teléfono menos avanzado, la competitividad disfuncional, y que incluso ofrecerá facilidades al tan mentado y temido bullyng?
“Un estudiante que se gradúe con muchas habilidades técnicas pero sin el hábito de pensar, carece de educación”, decía crudamente Ralston Saul
Ninguna de estas objeciones tiene que ver con las herramientas digitales en sí. Una herramienta no es buena ni mala, funcional ni disfuncional. Depende de qué uso se le da, quién la usa, para qué y cómo. En el caso de las aulas, quizás hay muchas otras cuestiones profundas, de fondo y prioritarias a encarar antes de liberar el territorio para el aterrizaje de celulares. Pero si el temor a contrariar a los “pequeños genios” tecnológicos, que ya es un serio tema de límites en los hogares, se extiende a los responsables de la educación, se verificará un preocupante abandono por parte de los adultos de la sociedad de sus responsabilidades orientadoras, transmisoras de valores y modelos de vida y vínculos. Es una lástima que tanto las reiteradas políticas educativas oficiales como los recurrentes reclamos y paros del sindicalismo docente jamás se centren en lo esencial, permanente y trascendente que debe fecundarse en las aulas. Eso que no se afronta con recetas tecnológicas.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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