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La rareza en los escritores uruguayos

La talentosa literatura del Uruguay, marcada por la excentricidad de muchos de sus principales referentes. Los ejemplos del Conde de Lautréamont, Felisberto Hernández, Mario Levrero y José María Firpo. Las conclusiones de Rubén Darío

Por MARCELO ORTALE

9 de Octubre de 2016 | 00:32

Ese pequeño país cercano al nuestro llamado Uruguay fue cuna de escritores enormes, gestores de una literatura a la vez comarcana y cosmopolita, como suele ser todo lo uruguayo. Allí pueden verse cumbres literarias como las de Juan Zorrilla de San Martín, Horacio Quiroga, José Enrique Rodó, Juana de Ibarbourou y, ya más cerca, la trilogía de hierro de la Generación del 45: Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti y Eduardo Galeano.

Pero existe también en la literatura de los orientales una característica constante, marcada por un estilo especial de escritores salidos de órbita, extravagantes o malditos, nunca totalmente descubiertos por el público, cuyo aún actual y más conocido exponente podría ser el cuentista y novelista Mario Levrero, que tiene también como precedentes clásicos y antológicos a Felisberto Hernández y al insólito Conde de Lautréamont, al que muchos consideran como fundador de esa corriente uruguaya de “raros”.

La mayoría de los escritores uruguayos son “raros”. Lo dicen y advierten numerosos críticos. Raros, a la manera de Macedonio Fernández y de Oliverio Girondo, sobre la costa argentina del Río de la Plata. Con prosas excéntricas, maravillosamente enhebradas en argumentos que discurren entre la genialidad y la locura.

En 1896 el nicaragüense Rubén Darío escribió un ensayo inolvidable, titulado “Los raros”, en el que coleccionó a sus autores más admirados como Verlaine, Moréas, Leconte de Lisle, aunque también hubo algunos americanos: entre ellos Edgar Allan Poe, José Martí y el poeta Isidore Lucien Ducasse ( nacido en Montevideo en 1846, muerto en París, Francia en 1870), más conocido como el Conde de Lautréamont.

LOS CANTOS DE MALDOROR

Lautreamont hizo editar en Paris “Los cantos de Maldoror”, definido como una apología del asesinato, el sadomasoquismo, la violencia, la blasfemia y otras denigraciones más. La tirada fue mínima, de 10 ejemplares y, como es de suponer, casi nadie se enteró. Serían varias décadas después los surrealistas quienes rescataron del olvido al autor y lo convirtieron en precursor de las vanguardias del siglo XX. La obra es considerada desde entonces un hito fundamental de la poesía moderna.

En su momento, León Bloy, dijo que Lautréamont era el autor de “un libro monstruoso, lava líquida, algo insensato, negro y devorador”. El católico Bloy calificó al franco-uruguayo de “fou”, “dement”, “aliené”, “maniatique”, “incensé”.

Menos definitivo, Rubén Darío definió con estas palabras a Isidore-Lucien Ducasse, conde de Lautréamont: “Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiera la prosa de Arthur Rimbaud: un libro diabólico y extraño, burlón y aullador, cruel y penoso; un libro en el que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del dolor y los siniestros cascabeles de la locura”.

Además, Los cantos de Maldoror y su exquisita loa al mal llevaron al genial André Breton a bautizarlo como “la figura resplandeciente de la luz negra”.

A su vez, el “raro” Lautréamont, en el Canto segundo de su libro tan temido como admirado, dijo: “Mi poesía consistirá solamente en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no habría debido engendrar semejante basura”.

Algunos aseguran que sólo la rareza de un Lautréamont -siempre a medio camino entre la belleza y la demencia- pudo lograr que en 2004, o sea a más de 130 años de su muerte, una artista estadounidense llamada Shishaldin solicitara formalmente al gobierno de Francia (mediante una carta a su presidente Jacques Chirac) el permiso para casarse póstumamente con Lautréamont. No está aclarado, pero se supone que el pedido no prosperó.

UN MAESTRO RARO

A mediados de los 70 alcanzó una enorme y, a la vez, efímera repercusión, el libro del maestro uruguayo José María Firpo, titulado “Qué porquería es el glóbulo”. En la Argentina corrió por las librerías como reguero de pólvora. Firpo fue un escritor y docente uruguayo, al que se le ocurrió compilar las frases que, durante cuarenta años, miles de alumnos escribieron en sus cuadernos. Justamente, una de esas expresiones fue la de un chico, que debió expedirse sobre temas relacionados a la sangre humana y escribió “qué porquería es el glóbulo”.

Con una prosa sencilla y notablemente divertida, Firpo contó una vez que en el aula, al día siguiente, los chicos debían cortar una delgada varilla de unos 10 centímetros en dos partes y fue allí que Adolfo, uno de sus alumnos, llegó a la escuela con una sierra de más de un metro de largo, de las que deben ser maniobradas entre dos, uno en cada extremo.

En otra oportunidad, vio a un chico que estaba en el patio durante la hora de recreo mirando hacia el aula vacía. El lo indagó y el chico expresó: “¡Cómo me gustaría estar ahí adentro, maestro!”. Entonces Firpo aseguraba que el corolario lógico de esas experiencias fue que se dedicó a ser escritor.

JOVENES RAROS

Tres jóvenes escritores uruguayos –Ercole Lissardi, Felipe Polleri y Alejandro Ferreiro- fueron entrevistadas por la periodista Cecilia Boullosa para la Revista Ñ (23 de septiembre de 2010) y allí dejaron claras referencias sobre la “rareza” de los literatos orientales. A continuación se transcriben algunas de esas expresiones:

-“No hay una literatura uruguaya, no hay una corriente. Es una literatura hecha de raros”.

-“En Uruguay hasta que no estás muerto, no estás vivo”.

-“Quise ser escritor y me pasé 30 años fracasando”

-“En la Argentina hay, tal vez, un exceso, una sobre-interpretación de la literatura y de las cosas y en Uruguay, en cambio, hay una carencia”(Lissardi)

-“En Uruguay todos los escritores somos malditos: el fracaso es algo seguro. A mí, sin embargo, la literatura me dio la posibilidad de vivir una vida completa: de sacar la parte más oscura, más loca, me funciona como terapia” (Lissardi).

-Ferreiro, el más joven de los tres, dijo: “Las condiciones uruguayas son muy seguras en cuanto a que no tenés chanche y eso a mí me tranquiliza”, dijo. “Hay un fenómeno que se repite: siempre te matan en el barrio: primero te arruina la escuela, después tu familia, la universidad y todos tus amigos: te arruinan con amor. Yo recuerdo que de chico me rezongaban diciéndome ´dejate de contar historias y andá a bañarte´. Cuando lo recordé hace poco, dije: ´bien, seguí siendo el que tenía que hacer´. Pero en el camino te arruinan. En una ciudad como Montevideo, la familia son todos: entonces siempre tenés que estar sorteando obstáculos”.

-“La razón por la que hay escritores raros en Uruguay es que la cultura uruguaya es profundamente chata, profundamente mediocre, provinciana en el sentido más fuerte de la palabra, entonces los verdaderos escritores, ante la ausencia de cualquier tipo de discurso o de mirada, se encuevan y se alimentan de su propia locura, son como escorpiones que se clavan su propio aguijón”(Lissardi).

FELISBERTO, LEVRERO

Hace un año en esta columna se trató sobre el singular caso del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), considerado el principal renovador de la literatura uruguaya, creador de una obra tan ingeniosa como metafísica. Al igual que todos los raros uruguayos, allí está Felisberto, semiolvidado, aunque un poco menos cada vez. Conseguir sus libros es dificultoso. Tan difícil como acceder a la obra del más moderno Mario Levrero.

Sobre el excéntrico cuentista Felisberto –versión oriental de nuestro Macedonio Fernández, cuyo apellido también sobra-, especialista en cuentos cortos, el consagrado italiano Italo Calvino que prologó el cuento “Nadie encendía las lámparas (Nessuno accendeva le lampade,Giulio Einaudi Editore, Turín, 1974), definió al uruguayo como “un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un ‘francotirador’ que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas”.

En cuanto a Levrero –el último de los “raros” conocidos y desconocidos del Uruguay, cuya obra principal “La novela luminosa” (2005) resulta ser tan costosa como difícil de hallar en las librerías argentinas, es considerado uno de los autores más relevantes de la narrativa uruguaya contemporánea.

De más fácil acceso, la colección de cuentos de Levrero titulada “La máquina de pensar en Gladys” abre con una narración que le da nombre al libro, en la que le hace recorrer al protagonista todo lo que hace en su casa antes de acostarse: “la diaria recorrida por la casa para controlar que todo estuviera en orden; la ventana del baño chico, al fondo, estaba abierta –para que durante la noche se secara la camisa de poliéster que me pondría al día siguiente- cerré la puerta (para evitar corrientes de aire); en la cocina, la canilla de la pileta goteaba y la apreté, la ventana estaba abierta y la dejé así –cerrando la persiana-; la lata de la basura ya había sido sacada afuera…” y así sigue durante dos páginas, en una suerte de obsesiva sucesión de rutinas nocturnas.

Apaga las llaves de la cocina eléctrica, para que estén en cero, se fija en la perilla de control del frío de la heladera, tapa la botella de agua mineral, le da cuerda al reloj; en la biblioteca apaga el amplificador y sigue así, hasta que empieza el último párrafo: “Por la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había producido un sobresalto; me ovillé en la cama y me cubrí con las almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando”.

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