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Por primera vez, guardias fronterizos húngaros dejaron pasar libremente ese día a personas de la comunista Alemania Oriental a Austria
Luis Lidón y Jordi Kuhs
Agencia EFE
Sopron, Hungría
¿Quién podía imaginar que la primera grieta en la Cortina de Hierro (o Telón de Acero) no surgiría de un conflicto sino de una inocente merienda campestre? Pero precisamente eso fue lo que pasó hace 30 años en la frontera entre Hungría y Austria en la recta final de la Guerra Fría.
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El 19 de agosto de 1989, el eurodiputado conservador alemán Otto von Habsburg y el reformista ministro húngaro Imre Pozsgay decidieron organizar un “picnic paneuropeo” a las afueras de la ciudad húngara de Sopron, justo en la frontera con Austria.
Los volantes que publicitaban aquella cita anunciaban que a partir de las 15 se permitiría durante tres horas un “inédito y ocasional cruce de la frontera” en ese punto. Incluso se animaba a los asistentes a cortar un trozo de la alambrada y que se la llevaran a casa de recuerdo.
La ceremonia buscaba confraternizar a ciudadanos de la Hungría comunista y Austria -económicamente capitalista pero políticamente neutral- en pleno deshielo de la Guerra Fría, propiciado por la política aperturista de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética.
Apenas unas semanas atrás, el 27 de junio, el ministro húngaro de Exteriores, Gyula Horn, y su par austríaco, Alois Mock, habían cortado juntos un alambrado en la frontera entre ambos países como un gesto de paz. Las imágenes dieron la vuelta al mundo.
En esos meses Hungría parecía el lugar por el que el muro que separaba ambos bloques podría caer antes. Y eso llevó a que miles de ciudadanos de la comunista República Democrática Alemana (RDA) se desplazasen allí para tratar de cruzar la frontera.
En el Este de Berlín la guardia fronteriza comunista disparaba contra quienes intentaban llegar a Occidente. Aprovechando el verano boreal, muchos alemanes de la RDA viajaron a Hungría -un socio comunista- para bañarse en el lago Balaton y, de paso, probar si las fronteras allí eran tan herméticas como en su país.
El picnic estaba previsto, sobre todo, para austríacos y húngaros, pero la noticia corrió como un reguero de pólvora y cientos de alemanes del Este acudieron con la idea de aprovechar la ceremonia para escapar a Occidente.
La policía húngara tenía la orden de no dejar pasar a alemanes, utilizando, en caso de necesidad, incluso la fuerza. Al frente de la guardia fronteriza estaba el entonces teniente coronel Bella Arpad, que tuvo que tomar la decisión más difícil de su vida en apenas unos segundos.
El dilema: obedecer a sus superiores y causar, posiblemente, una masacre, o dejar cruzar hacia Austria a una multitud de unas 700 personas. “Tuve unos 20 segundos para decidir”, explica Arpad en Sopron, donde sigue viviendo ya como jubilado. “La calle desde donde observamos la situación tenía unos 120 metros. Allí hay un valle. Cuando alguien viene de allí hacia la frontera, primero solo ves la cabeza, luego los cuerpos, y cuando vimos a todos, solo tuve unos 20/25 segundos para decidir qué hacer”, comenta sobre la llegada a la frontera de la muchedumbre.
Y lo que vio fue una riada de personas, muchas jóvenes, en jeans y remeras, algunos padres con sus niños sobre los hombros, mujeres empujando cochecitos. Todos con mirada resuelta y con la intención de cruzar la frontera.
Su decisión fue dejarlos pasar, pese a que ello le podía costar un juicio militar y cinco años de cárcel por desobedecer una orden. Pero lo hizo porque disparar contra civiles hubiera sido “una vergüenza para Hungría”. “Para mi estaba claro que con mi gente no podríamos frenarlos sin violencia”, asegura.
La decisión de Arpad desató el júbilo de los alemanes del Este y una fiesta espontánea en la frontera. De repente todo fueron abrazos, gritos de alegría, besos y lágrimas al cruzar hacia Austria.
“Sopron significa para nosotros la libertad y el final del comunismo. Estoy hoy y siempre agradecida y espero que nadie se olvide de este día”, recuerda Margret Pfitzenreiter, que cruzó ese día la frontera hacia Austria junto a su marido, Hermann.
Ambos recuerdan el gesto valiente de Arpad de dejarlos cruzar pese a las consecuencias que eso podía tener para él como oficial. “Creo que él tenía el mismo miedo que nosotros sobre lo que iba a pasar. Solo que nosotros, 100 metros detrás de la frontera éramos libres. Pero él tuvo que quedarse y dar explicaciones en casa. Sólo puedo quitarme el sombrero ante lo que hizo”, resume Hermann.
Arpad asegura con modestia que aunque muchos lo consideran un héroe, él sólo hizo lo que pensaba que era “lo correcto”. Sin aquella decisión, en lugar de un hito pacífico en la caída del Telón de Acero el picnic habría pasado a la historia como un episodio sangriento.
El austríaco Wolfgang Bachkönig, un policía jubilado y autor del libro “Verano de 1989 - hacia la libertad a través del Telón de Acero”, ha recopilado testimonios y recuerdos de medio centenar de protagonistas de aquel episodio, como el propio Arpad, para que no caigan en el olvido.
“Además, quiero transmitir lo que pasó a la juventud de hoy, que nada sabe de esa terrible época y no puede imaginar lo que significa enfrentarse a militares armados solo por pasar una frontera”, añade.
En aquel 19 de agosto no hubo ni un solo disparo. Pero sí dos días después, el 21: un único tiro de un arma de un soldado húngaro mató a un alemán del Este cuando intentaba llegar a suelo austríaco.
Fue la última víctima mortal de los 40 años del Telón de Acero entre Hungría y Austria, que iba a pasar definitivamente a la historia pocas semanas después, el 11 de septiembre de 1989.
Aquel picnic y la decisión de un oficial húngaro de desobedecer una orden aceleró una cadena de sucesos que culminaría con la caída del Muro de Berlín menos de tres meses más tarde, el 9 de noviembre de 1989.
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