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Sergio Sinay*
Sergio Sinay*
Quienes reniegan de estos tiempos y de sus difíciles circunstancias podrían quizás preguntarse si hubiesen preferido vivir en la primera mitad del siglo veinte, cuando dos guerras mundiales y al menos una devastadora pandemia diezmaron a la humanidad. Fue en esos tiempos oscuros y desesperanzados, que se vivieron como tiempos terminales para la especie, cuando se afirmó y extendió una corriente de pensamiento que había tenido sus primeras manifestaciones durante el siglo anterior. El existencialismo. Alzándose contra los postulados de las distintas líneas filosóficas que a lo largo de la historia venían pugnando por encontrar respuestas a los grandes temas de la vida humana y por establecer reglas morales universales y permanentes, el existencialismo negaba que hubiera tales respuestas y reglas. Insistir en refugiarse en ellas para hallar seguridad ante la incertidumbre de la existencia es inútil.
Los existencialistas descreían de las verdades objetivas y del determinismo de la ciencia. También de toda idea de predestinación o destino reglado por misteriosas coordenadas. El ser humano ha sido echado al mundo para vivir una vida que dependerá pura y exclusivamente de sus decisiones, de sus elecciones, de sus actitudes, de sus actos y de las consecuencias de todo ello. Individualista en el sentido literal del término, el existencialismo venía a decir que cada uno de nosotros es el responsable de su propia vida y que esa es, de alguna forma, la tragedia de la libertad. Aun cuando la mayor parte de las situaciones que la vida nos presenta no sean previstas, planeadas, calculadas, elegidas, ni deseadas no podemos ampararnos en eso para declinar la responsabilidad y echarle la culpa al destino o a los otros, así sea que estos tomen la forma de padres, pareja, gobierno, jefes, virus o lo que fuera. Hay algo de lo que no podemos desprendernos ni podemos rechazar. Nuestra libertad para elegir con qué actitud y mediante qué acciones responderemos a esas circunstancias que no dependen de nosotros. Cuando no hay opción ante lo externo está siempre la opción interna de elegir cómo responder. Del termino responder deviene la palabra responsabilidad. Libertad y responsabilidad son hermanas siamesas inseparables en la mirada existencialista.
Entre los primeros pensadores a quienes se considera como predecesores del existencialismo se encuentran el danés Soren Kierkegaard (1813-1855) y el alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900). El primero postulaba una relación directa, no abstracta ni mediatizada por ninguna institución religiosa, entre la persona y Dios y veía en la pérdida de esa relación la fuente de la angustia que signaba a sus tiempos. El segundo postulaba que no hay para la vida humana otra dimensión sino la que se da en este mundo y en las condiciones que se presenta, pero lejos de caer por ello en el nihilismo veía en esa situación la posibilidad de forjar nuevos valores y horizontes existenciales.
Quienes definitivamente consolidaron al existencialismo como corriente filosófica fueron, ya en el siglo veinte y al calor de las circunstancias sombrías que lo tiñeron, personalidades como los alemanes Karl Jaspers (1883-1969) y Martin Heidegger (1889-1976), y los franceses Emanuel Mounier (1905-1950), padre del personalismo, Gabriel Marcel (1889-1973), exponente del existencialismo cristiano, Jean-Paul Sartre (1905-1980), Simone de Beauvoir (1908-1986) y Albert Camus (1913-1960). Los tres últimos, junto a Heidegger, son aquellos cuyos nombres, ideas y obras siguen resonando con fuerza y convocan una y otra vez a explorar las situaciones y los escenarios con los cuales la vida nos confronta. A Sartre se le deben obras filosóficas como “El ser y la nada” y “El existencialismo es un humanismo”, además de novelas como “La náusea” y obras de teatro como “A puertas cerradas”. A De Beauvoir, ensayos como “El segundo sexo”, obra señera en el replanteo de la condición femenina en nuestra cultura, y “La vejez”, además de novelas como “La mujer rota”, “La invitada” y “Los mandarines”. A Camus ensayos extraordinarios como “El mito de Sísifo” y “El hombre rebelde”, novelas esenciales como “El extranjero” y “La peste” y obras de teatro como “Los justos”. De Heidegger se sigue ahondando y encontrando significados en su monumental “Ser y tiempo”.
En un momento dramático, cuando el coronavirus y la pandemia nos recuerdan que no hay certezas, que el imponderable y lo aleatorio priman sobre lo previsible y la ilusión de control, cuando nos hallamos cara a cara con nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad y nuestra finitud, cuando libertades esenciales son anuladas y minimizadas en nombre de una mera supervivencia física y biológica mientras se desprecian numerosas y dolorosas secuelas mentales, económicas, emocionales y vinculares de esa supervivencia en la que muchos terminan extraviando el sentido de sus vidas, el existencialismo, como en otros tiempos oscuros, reafirma sus principios y nos pone de frente a las preguntas que guían a ese pensamiento. ¿Vivir o sobrevivir? ¿Vivir para qué? ¿Vivir cómo?
Quizás esos y otros interrogantes puedan sintetizarse en tan solo uno. ¿Vivir para los sentidos (es decir preservar a cualquier costo una vida vegetativa que se reduzca a respirar, comer, dormir, beber, reproducirnos) o vivir con un sentido (para algo, para alguien, para que quede una huella de nuestro paso)? En su sentido literal, como mero registro de los sentidos, la vida es un absurdo, dicen los existencialistas. Apenas un parpadeo de luz entre dos eternidades de oscuridad. Nada antes de nacer, nada después de morir, más allá de las creencias, mitos y relatos a que nos aferremos para anestesiar la angustia de esta idea. Para que no quede en un simple absurdo, señalaba Camus, se nos impone una suerte de deber moral individual e intransferible. Vivir de tal manera que nuestra existencia tenga sentido, que tenga una respuesta al menos para nosotros. Eso depende de elecciones y decisiones ante las circunstancias y de responsabilidad respecto de tales elecciones y decisiones.
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Si decimos que no podemos, que es imposible, que no hay opción, que estamos condenados a la situación tal como es y a nuestro papel en esa situación, según Sartre estamos actuando de mala fe. Para él la mala fe anida en la actitud de negarse a responder, con decisiones, elecciones y acciones, a circunstancias de las cuales, para justificarnos, culpamos al destino o a los otros. “La existencia precede a la esencia”, sostenía este pensador. Quería decir que primero existimos en el sentido biológico, físico, material del término, pero que eso no determina nuestro destino. La esencia de nuestra vida dependerá de nosotros. Somos, afirmaba, prisioneros de nuestra libertad. Y entendía por libertad la capacidad de elegir y actuar. Esto no es un problema inusual, decía Sartre. Se trata, simplemente, de que así es la vida.
Sin ser filósofos, y por el solo hecho de vivir y afrontar las circunstancias de la vida, sea cual fuere el modo en que lo hagamos, de alguna manera estamos todos atravesados por el existencialismo. Y no hay escapatoria.
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