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“La selva te cambia”, suele ser el prólogo de las despedidas y explican que, en adelante, el viento dirá más de lo que dice
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Hipólito “Pico” Sanzone
“No se separen del grupo”.
Joao, el guía, me dice que tenga mucho cuidado. Que en algún momento de la noche la selva me va a llamar. Me lo dice en modo mala noticia y yo, en modo argento, pienso que lo que pretende es venderme una alarma o un servicio de vigilancia. Pero con una preocupación que suena a genuina y desinteresada, me explica que en algún momento de la noche la selva llamará, que va a tratar que vaya hacia ella y que por ninguna razón me levante de la hamaca. Que ni se me ocurra salir de ahí y que menos que menos vaya a caminar más de diez pasos hacia la espesura.
Me entrego a creer. Ya es de noche y no se sabe si lo que grita es ave, alimaña, reptil, mamífero o pez. Le reprocho lo de gritos de pez y me dice que, lo crea o no, hay una especie que de noche salta fuera del agua y emite un sonido aterrador. Y que a todos esos gritos deben sumarse los de vaya a saber qué criaturas que andan ahí, en ese mundo al que le han ido arrebatando los misterios y que los pocos que aún conserva, están ahí, en esa espesura que los refugia.
Me voy a dormir, o a tratar, pensando que es lógico que Joao conozca mi nombre pero no mi sobrenombre. Nadie en ese lugar lo conoce. Por eso se me hiela la sangre cuando lo escucho entre eso que parece un gorgojeo como los que hacen los zombis de las películas, enseguida mezclado con un sonido agudo como de pájaro raro y otra mezcla de ruido hueco como si fuese un sapo enorme buscando apareo. Me llamó. Varias veces. Y salté de la hamaca y salí al horno húmedo de la noche y caminé exactamente 12 pasos, como si fuese a patear un penal. Y me quedé ahí. Y prendí un cigarrillo porque me dije: si llegué hasta acá con este vicio inmundo, la selva no podrá ser peor. Y lo fumé mirándola, verde, densa, húmeda, esperando ver algunas de esas cosas que no se ven, pero que están.
Espero ver brillar en la oscuridad un telón de ojitos malignos, pero no están. En su lugar hay luciérnagas enormes a juzgar por el tamaño de sus destellos. Son tan potentes que entre prende y apaga se puede ver el revoloteo de los mosquitos y las libélulas que las acompañan, como si se hubiesen puesto de acuerdo para salir de joda. En la selva, lo que no se ve, se siente.
Regresé sobre esos 12 pasos sin patear el penal. Y cuando estaba otra vez bamboléandome en la hamaca, la tipa me volvió a llamar. A las cinco y media empezó a aclarar. Recién ahí sentí que se me empezaba a entibiar la sangre.
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Son cinco millones de kilómetros cuadrados y no es solo su flora y su fauna, sus paisajes increíbles, sus amaneceres y puestas de sol de película y sus tribus que viven aisladas y que, por compromiso e imposición de los tiempos, apenas saludan y soportan al hombre blanco. Es mucho más que sus criaturas de la noche. Amazonas es ese misterio que flota en especies invisibles que jamás se dejarán conocer. Por generaciones, los locales han hablado y seguirán hablando de ellas. El Curupira, el espíritu que camina con los pies al revés para confundir y hacer perder a los exploradores.
Y las historias florecen. Viejas y no tan viejas como la espantada que pegaron no hace mucho unos biólogos suecos que empecinadamente se adentraron en el Javari. Les advirtieron que por más sofisticados que fuesen sus equipos, pronto dejarían de funcionar, la selva se los iba a tragar. Y cuando lo comprobaron, los talones les pegaban en la nunca.
Es que la noche en la selva es indomable. Tiene sus propios movimientos, sus caprichos de luces y sombras. Pareciera que todo se pone de acuerdo para que nadie pueda llevarse imágenes nítidas. Por más sofisticados que sean los teléfonos celulares o las cámaras, la selva amazónica se las ingenia para gambetearlas. Por alguna razón, entonces, se ha inventado la National Geographic.
El anochecer tiene olor. Es porque el río se mueve diferente y con ese movimiento lo que toca lo transforma. El olor del crepúsculo es dulzón, es incierto porque puede traer alguna que otra oleada nauseabunda. Es que, para algunas especies, como los caimanes, es la hora de la cena y en la cacería pueden quedarles presas devoradas por la mitad que la corriente amontona entre los juncales.
La noche hace que el río tenga su propio viento y lo convierta en un tapiz de oleadas cortas. Entonces se oye un latido húmedo, una forma de chapoteo como si algo grande tratara de salir del agua nadando con brazadas largas.
Si, da miedo.
En la zona del río Solimoes aseguran que en ciertas noches el agua se pone azul y se oyen las voces de “Os espíritos” que están ahí para mantener a raya a los extraños y no permitirles que se pasen de piolas, so pena de insuflarles una fiebre que los llevará a la locura.
En el puerto de Manaos, en la plataforma flotante qué usa la mayoría de las empresas turísticas, la recomendación recurrente es “no se separen del grupo”. Y cuentan que en 2008 cuatro yanquis se perdieron y al tercer día de búsqueda los encontraron medio muertos y hablando una lengua extraña.
Las autoridades de la Amazonia tienen una pila de reportes de sucesos, sobre todo de voces durante las noches y la sensación de ser observados. Por eso le creo a Joao y aunque no haya sabido de mi desconfianza, me disculpo en secreto.
Los racionalistas que nunca faltan, que siempre andan ahí militando el aburrimiento con sus alfileres para pinchar globos, dicen que se trata de “fenómenos psicológicos provocados por la selva”. A unos cuantos eso no nos alcanza. No por casualidad llegan anualmente decenas de expediciones de investigadores de lo “no-normal”. Algunos han dejado como sentencia que el Amazonas es un portal hacia otras dimensiones.
En todo eso flota una buena noticia: los espíritus o lo que sea que hay ahí adentro, no son malignos. Están ahí para defender a la selva de la criatura más dañina y perversa conocida: el ser humano. Por eso, juran, que es posible encontrar jaguares que no atacan, aves que repiten voces humanas o monos que pueden pasar eternos minutos mirándote fijamente como si fuese uno de esos juegos de resistencia.
“Son mensajeros”, me dice con alegría Heloísa con hache. Y elijo creerle.
Si es verdad eso que dicen acá, si es cierto que la selva te cambia, se podrá comprobar al regreso, cuando el sonido del viento diga algo más de lo que dice.
Cuando un remolino de hojas susurre algún mensaje esperado.
Me entero acá que Neil Armstrong, el hombre dueño de la experiencia más especial imaginada que es pisar la Luna, apenas siete años después de todo aquello cayó de rodillas ante el Amazonas. Que entró por el Ecuador y que al llegar a la famosa Cueva de los Tayos dijo: “basta para mí”.
Adiós Amazonas.
Cuando se le ocurrió diseñarte, El De Arriba estaba en un día de mucha inspiración.
Y si no fue EL, quién o qué haya sido el autor, felicitaciones.
Y eternas gracias.
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