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Revista Domingo |LA IGLESIA DE HOY

El castigo del pecado o mal de pena

8 de Marzo de 2015 | 20:57

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN

Queridos hermanos y hermanas.

La razón de ser del castigo por el pecado, de comisión o de omisión, también llamado mal de pena, es una suerte de vindicta justa y necesaria que toma el orden perturbado por el pecado, contra el desorden, que es la esencia misma de la culpa. De donde se sigue que toda culpa entraña, necesaria y fatalmente, la obligación de sufrir una pena.

Todo lo que está contenido bajo un determinado orden forma una especie de todo con relación al principio de ese orden. Por tanto, todo lo que se levanta contra un orden deberá ser reprimido por este mismo orden y por el principio de ese orden.

Y, siendo el pecado un acto desordenado, es manifiesto que cualquiera que comete un pecado está obrando contra un orden; entonces es preciso que sea reprimido por ese orden contra el cual pecó.

Esa represión constituye precisamente la pena o castigo del mismo.

Como el pecado consiste en una operación (acción u omisión) desordenada procedente de un agente voluntario, el sujeto de la pena no será la operación mala en sí mismo, sino el sujeto de esa operación voluntaria, o sea, el pecador. Por eso dice santo Tomás de Aquino: “La culpa es el mal de la acción; la pena es el mal del agente.”

Aunque la operación no sea el sujeto de la pena, sin embargo la represión o castigo deberá alcanzarla. Por eso consiste la pena en la substracción de los bienes necesarios para la buena operación: bienes del alma, bienes del cuerpo, bienes exteriores.

La causa de la pena es el principio del orden violado, es decir: aquel que impone el fin y el orden de la operación al fin.

Es manifiesto que cualquiera que comete un pecado está obrando contra un orden

Pero la voluntad humana se encuentra contenida bajo tres órdenes: a) el orden de la recta razón; b) el orden de los que gobiernan exteriormente; y c) el orden universal del gobierno divino.

Cada uno de estos órdenes es perturbado por el pecado, porque todo aquel que peca obra contra la razón, contra la ley humana y contra la Ley divina. Por lo cual se hace acreedor de una triple pena: una, por parte de sí mismo, que es el remordimiento de su propia conciencia; otra, por parte de los seres humanos, cuyo orden conculcó; y otra, en fin, por parte de Dios, por haberse apartado de su Ley suprema. Pero, así como la culpa es, en definitiva, la insubordinación de la operación o acción ante el principio supremo que impone el fin último a la misma, así también la causa de la pena es, en definitiva, Dios, primer principio y último fin del orden violado.

Todos los males que caigan sobre el pecador en castigo de su culpa, aunque no recaigan directamente sobre su voluntad misma, no le afectan sino en función de su voluntad.

Nada queda impune en el orden moral perturbado por el pecado, aunque el pecador no se dé cuenta de ello.

El que se ha permitido voluntariamente un placer o una satisfacción desordenada, es muy justo que padezca, según el orden de la Justicia divina, de grado o por fuerza, algún dolor o pena contraria a su voluntad. La finalidad de la pena consiste esencialmente en compensar por esta contrariedad involuntaria la voluntaria contrariedad con que el agente se hizo culpable ante el principio ordenador, revolviéndose contra él y contra el fin legítimamente impuesto por él.

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