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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
“Más de la mitad de las personas del mundo están viviendo en condiciones miserables: su comida es inadecuada; mueren víctimas de enfermedades; su vida económica es primitiva y estancada. Su pobreza es una desventaja y una amenaza, tanto para ellos como para las zonas más prósperas. Por primera vez en la historia la humanidad posee el conocimiento y la habilidad para aliviar el sufrimiento de estas personas”. Hace casi 71 años, el 20 de enero de 1949, Harry Truman incluía este párrafo en el discurso con el que asumía su segundo mandato como presidente de los Estados Unidos. Había iniciado el primero el 12 de abril de 1945, debido al fallecimiento de Franklin Delano Roosevelt, de quien fue vicepresidente.
Ese discurso de Truman es considerado fundacional en la idea de desarrollo tal como se la concibe hoy. Recordado como uno de los padres de la Guerra Fría, que agrietó el mundo trazando una profunda zanja entre los países occidentales (con Estados Unidos a la cabeza, seguido por las principales potencias europeas) y el bloque soviético (la “otra” Europa, acaudillada por Moscú), Truman consideraba que había que impedir a toda costa la expansión de la ideología y la influencia comunista y que, más allá de la custodia militar, era esencial para ello apadrinar y apoyar económicamente a los países pobres y en vías de desarrollo para que no fueran cooptados por el enemigo. Como señala Raj Patel, economista, filósofo y politólogo inglés de origen hindú, en su libro “Obesos y famélicos”, aquella idea de desarrollo no era entonces, ni es hoy, inocente. Empezó por aplicarse, al inicio de la década de los años 50, a los países europeos devastados por la guerra y viró luego hacia las naciones de lo que Patel llama el Sur Global, siempre como parte de una estrategia que vinculaba a la distribución de alimentos con el comercio internacional, la influencia política y el poder militar.
Pasaron desde entonces casi tres cuartos de siglo, la Guerra Fría terminó, al menos en su forma original, con la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, en el escenario internacional aparecieron con fuerte impronta protagonistas hasta entonces relegados o ignorados, como China, Corea y los tigres asiáticos. El tablero geopolítico es mutante. La globalización y una inédita ola tecnológica transformaron las comunicaciones, los vínculos, los modelos mentales, agonizó el Estado de Bienestar, el cambio climático, en el que la mano humana tiene responsabilidad fundamental, trajo dudas sobre la sobrevida del planeta, el capitalismo productivo parece haber dejado el trono al capitalismo financiero, improductivo y vampírico. En un mundo que semeja ser otro, un estigma imperdonable permanece: el hambre, extendido como plaga, como pandemia.
La mitad de las personas del mundo están viviendo en condiciones miserables
A diferencia de tiempos pretéritos, donde las posibilidades tecnológicas y científicas eran sensiblemente menores, las economías más precarias y las comunicaciones y el transporte más trabajosos, el hambre de hoy contrasta de manera escandalosa con bolsones de riqueza inéditos y obscenos. Si el hambre siempre es injusto, acaso nunca lo haya sido tanto como hoy. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés) estima que esta plaga se extendió en los últimos tres años y afecta hoy a 820 millones de personas en el mundo, casi el 12% de la población del planeta. El mismo planeta en el que se calcula que el 90% del total de la riqueza está en manos de un 1% de los habitantes.
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A la luz de estas cifras, por muchos análisis políticos de laboratorio que se hagan acerca de los estallidos sociales que se producen y esparcen a lo largo del mundo (Chile, Ecuador, Francia, Irán, Ucrania, entre los que se conocen más todos aquellos de los cuales no se informa, pero existen), de nada servirán estos sino incluyen el hambre como un ingrediente esencial del malestar universal.
Hambre significa hambre y no apetito. Conviene aclararlo porque no es obvio. Si lo fuera no habría quienes, como ocurre, acusan a los hambrientos de no saber elegir sus alimentos. El hambre no solo atenta contra el desarrollo físico e intelectual de quienes lo padecen, sino contra la misma posibilidad de solucionar el problema, puesto que deteriora a la sociedad en su conjunto y a sus recursos económicos y sociales. Las personas con hambre no pueden evolucionar en ningún sentido. Los países en donde el hambre prevalece, tampoco.
Sin embargo, y a pesar de todo, hay una relación entre el hambre y el apetito. Tanto la gran mayoría de quienes hoy en el mundo padecen hambre como quienes sienten apetito, comen mal. Vivimos en un mundo mal alimentado. Aquel conocimiento y aquella habilidad de los que hablaba Harry Truman hace 71 años no han servido para paliar el problema. Y el desarrollo económico producido desde entonces no solo no alimentó a los famélicos, sino que generó legiones de obesos.
El hambre atenta contra el desarrollo físico e intelectual de quienes lo padecen
El martes 10 de diciembre este diario publicaba un informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) según el cual el consumo de comida chatarra creció un 17,5% en los últimos diez años en el continente. El doctor Cristian Morales, representante de la OPS en México, advertía allí que ese aumento motiva otro: el de la obesidad, considerada hoy epidemia mundial. Comida chatarra significa “alimentos” ultraprocesados, bebidas gaseosas y azucaradas, comida rápida, golosinas, galletitas, snacks, tortas y buena parte del delivery. Los nutrientes brillan por su ausencia, las grasas e hidratos no naturales se multiplican, y al no estar satisfechas las necesidades alimentarias el organismo pide más, y se le responde dándole más chatarra. La industria de comida chatarra induce la idea de que los alimentos sanos son caros, lo cual es falso, advierten Morales y otros especialistas.
“Guiadas por su obsesión por las ganancias las grandes corporaciones que nos venden comidas delimitan y constriñen nuestra forma de comer y de pensar sobre la comida”, escribe Raj Patel. Por supuesto esa industria no apunta a los famélicos, que son pobres y no constituyen mercado. Su público son los que pueden pagar por la chatarra. Y así, mientras los famélicos (cuyo número crece) son desatendidos, los obesos se reproducen. Los famélicos no pueden consumir, los obesos consumen mal. Hay demasiado hambre y demasiada obesidad en todo el planeta como para considerarlos consecuencia de algún defecto personal, advierte Patel. Un sistema perverso funciona por detrás de este fenómeno, apunta el economista, quien plantea la necesidad de bregar por una soberanía alimentaria. Esto incluye planes para erradicar el hambre puesto que en el planeta no falta alimento, sino que está mal distribuido, además de que sus productores primarios, los agricultores, son explotados por las corporaciones. E incluye efectivas políticas para erradicar el hambre, al tiempo que educación para reeducar alimentariamente a enormes porciones de la población. Como señala el arqueólogo francés Marc Augé en su libro “Pequeñas alegrías”, hay que alimentar a una parte de la humanidad y enseñar a comer a la otra.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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