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Algo peor que el COVID-19

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

19 de Abril de 2020 | 06:16
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Tenemos que cuidarnos. En primer lugar, de este inesperado invasor llamado COVID-19. Están dichas y repetidas las principales herramientas de ese cuidado. Lavarse bien las manos. Mantener la precaución de salir de casa solo lo necesario. Usar barbijo. Usarlo con raciocinio y en los lugares indicados (transporte público, locales comerciales), no convertirlo en una máscara exagerada, el virus no está en el aire que respiramos, salta de persona a persona. Ni se reproduce ni vive eternamente en el aire. Busca células, sobrevive en ellas. Cuidarse no significa blindarse. Cuidarse es ser prudente, actuar con cautela. Cuidarse no es detener la vida, congelarla a la espera de un futuro incierto, si bien el futuro siempre es incierto, pese a que creamos tenerlo controlado. Solo que ahora, como nunca, sabemos lo que significa incertidumbre. Sin embargo, la incertidumbre está y estuvo siempre ahí, es un ingrediente esencial de la vida. Gracias a ella valoramos la vida. Si tuviéramos al futuro agarrado por la cola y completamente a nuestra merced correríamos el riesgo de restarle valor y cuidado a lo (y a los) que amamos, a lo que nos importa.

CUIDARNOS, PERO…

Tenemos que cuidarnos. Sí. Porque la vida es incierta y ahora no nos caben dudas de ello. Pero una cosa es el cuidado y otra la paranoia. Una cosa es el miedo y otra es el pánico. Una cosa es la precaución y otra la obsesión. Cuidarse significa precaverse ante los peligros ciertos y comprobados. La paranoia, en cambio, lleva a ver peligro en todo y en todos, impide distinguir lo real de lo imaginario, nos lleva a insomnios patológicos, desata fantasías descabelladas. Y puede ser altamente peligrosa cuando desborda lo individual y se convierte en colectiva. El miedo tiene funciones positivas, nos invita a no actuar inconscientemente, a revisar nuestros recursos ante las situaciones que afrontamos, a mejorar esos recursos o retirarnos a lugar seguro si realmente carecemos de ellos. En esos aspectos actúa como consejero, nos lleva a tomar decisiones, a pensar, a actuar. Se torna disfuncional cuando nos paraliza. El miedo no es negativo en sí. Pero nuestras reacciones ante él pueden ser negativas. Es lo que ocurre cuando se presenta el pánico, ese miedo descontrolado, que tanto nos puede paralizar ante una situación determinada como llevarnos a huir sin saber hacia dónde, a veces hacia el abismo. La precaución, a su vez, nos permite tomar medidas lógicas, fortalecer nuestras herramientas, afinar nuestra atención, evaluar qué acciones son convenientes y cuáles no, diferenciar lo riesgoso de lo que no lo es, saber cuándo bajar la guardia porque el peligro pasó. La obsesión, en cambio, nos impide despegarnos del tema que nos preocupa, nos pone anteojeras que estrechan nuestros horizontes de vida, reducen nuestras conversaciones, nuestra imaginación y nuestros pensamientos a un tema único y excluyente, chupa nuestras energías a través de un tubo angosto y oscuro.

Tenemos que cuidarnos. Sí. Pero una cosa es cuidarse del virus y otra muy diferente es cuidarse de la vida, cuidarse del otro, del prójimo. Este es un peligro a la larga tan decisivo como el del COVID-19. Tenemos que cuidarnos, y mucho, de que el coronavirus nos lleve a ver en un potencial infectado en cada persona con la que nos cruzamos y a convertir, por lo tanto, al otro en sospechoso. Esta actitud está en el aire. Hoy muchas miradas se evitan, los cuerpos buscan alejarse de cualquiera con el que cruzan. Aparecen cobardes delaciones, como si el que sale de su casa (a menudo por motivos necesarios y atendibles) fuera un traidor, terrorista. Tenemos que cuidarnos con el otro, no del otro.

Debemos cuidarnos del virus de la discriminación, porque este no se instala en los cuerpos sino en las mentes, las corroe, las corrompe y no se va de allí. Tenemos que cuidarnos del virus de la xenofobia, porque convierte a los humanos en seres viles, impiadosos, capaces de pensamientos, palabras y acciones canallescas. Este virus se reproduce con mucha facilidad cuando hay paranoia, obsesión y pánico, anula la capacidad de pensar, mata el razonamiento. El COVID-19 es, en ese sentido, mucho más inteligente que muchas personas, ya que no hace distinción de razas, de nacionalidades, de sexo. Entiende que todos los humanos son iguales, cosa que tantos de estos suelen olvidar.

Debemos cuidarnos del virus del egoísmo, ese que nos lleva a olvidar que somos parte de un todo, y que sin todas las demás partes no somos nada, aunque nos creamos mucho. Cuando ataca, este virus impulsa a acciones miserables, como vaciar las góndolas de los supermercados acaparando lo que no alcanzaremos a consumir (a menos que nos atragantemos patológicamente), mientras dejamos a otros congéneres sin provisiones que necesitan. Este virus se alimenta también, entre otras cosas, de alcohol en gel y nos lleva a acopiarlo desesperadamente, como adictos.

¿QUÉ GUERRA?

Debemos cuidarnos del virus de la insensatez, que anula toda capacidad de razonar e impulsa a consumir cualquier tipo de posteo en las redes sociales y a difundirlo sin comprobar su origen, su fuente, su veracidad. Sin advertir que son contradictorios entre sí, que huelen a la legua a noticia falsa, que dicen cosas inverosímiles. Este virus nos lleva a repetir cualquier cosa por boca de ganso y afirmarla como si tuviéramos pruebas de lo que estamos propalando. Además de intoxicar nuestras mentes este virus nos convierte en agentes patógenos que contribuyen a la estupidez generalizada. Mucho cuidado con él.

El miedo no es negativo en sí. Pero nuestras reacciones ante él pueden ser negativas

 

Debemos cuidarnos del virus del nacionalismo patriotero (primo hermano del de la xenofobia), ese que nos impulsa a creer que somos mejores que otros porque tenemos menos muertos (como si las vidas y las muertes se contaran y valoraran por kilo) o a convencernos de que al virus lo derrotaremos envueltos en la bandera o que esto es una guerra. No es una guerra, es una epidemia. Nadie bombardea nuestras casas, no nos llevan a campos de concentración, no vivimos en refugios antiaéreos, no hay soldados enemigos que violan a nuestras hijas y esposas, no nos escondemos en sótanos y buhardillas, tenemos internet, luz, cable, celulares, podemos comprar alimentos. No es una guerra, preguntémosle a quienes de verdad lucharon en alguna o sobrevivieron a ella. Que no aflore un complejo de inferioridad por el cual necesitemos sentirnos mejores que otros, campeones del mundo en algo. Cuidémonos de este virus que es siempre peligroso y trágico, y mucho más cuando habita en discursos oficiales. No estamos en guerra, ni somos héroes. Solo humanos asustados.

Y porque somos humanos asustados, porque no somos héroes, porque nos necesitamos los unos a los otros, es importante que nos miremos, que nos hablemos, que nos escuchemos, que no nos evitemos, que cooperemos, que nos ayudemos. Hay muchos virus imposibles de detectar en un microscopio dando vueltas por el aire. Virus que penetran los barbijos, virus que afectan a la mente y al alma, virus para los que no hay otras vacunas que no sean la capacidad de pensar, la empatía, la compasión, la cooperación, la generosidad. Esos virus no son ocasionales, acechan siempre. Antes, durante y después de esta pandemia. De ellos tenemos que cuidarnos ahora y siempre.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

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