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En “Claus y Lucas”, la autora húngara demuestra que la verdadera literatura puede ayudarnos a conocer pero jamás a comprender la complejidad de la condición humana
MAXIMILIANO COSTAGLIOLA
Dos hermanos gemelos, Claus y Lucas, son los protagonistas casi excluyentes de esta obra poliédrica. Su autora, la húngara Agota Kristof, los seguirá durante toda su infancia y los acompañará hasta bien entrada su vejez. Claus y Lucas, sin más ayuda ni bienes que una biblia heredada y un cuaderno escolar, emprenderán una formación autodidacta para aprender a leer y a escribir, que es lo único que los acabará atando a la vida. Más allá de ese propósito último y superior, los dos hermanos buscarán entrenarse, a través de ejercicios tan ingeniosos como sórdidos, para afrontar la crueldad del mundo en el que viven. Ese mundo signado por la guerra. Kristof sabe que la guerra nos iguala a todos y tal vez por eso la menciona como una generalidad, sin situarla en ningún país en particular y sin pormenorizar batallas y avatares del conflicto. Por eso quizás también haya elegido construir a sus personajes a través de sus acciones, prescindiendo olímpicamente de las descripciones y relevamientos del mapa emocional de los mismos.
Se ha sostenido que la prosa austera y minimalista de Kristof responde a su exilio en Suiza y a la necesidad de aprender el francés. Probablemente haya algo de cierto en esta afirmación. Pero lo cierto es que Kristof parece estar convencida de que la literatura es un artificio que solo puede reproducir más ficción y nunca algo parecido a la verdad o a la realidad. Entonces su prosa sobria —y también su referencia a la guerra como un universal y su estrategia de delinear a los personajes a partir de sus actos— se explicaría no ya por una necesidad biográfica, sino más bien por una decisión literaria derivada de la persuasión de que glosar es un ejercicio de fabulación que increíblemente ayuda a mantener la línea de flotación existencial. Y cuando se trata de mantener la cabeza fuera del agua no hay espacio para las florituras ni para las metáforas.
Estas elecciones formales aseguran y enfatizan la fluidez de la lectura, construyendo una trama que se reinventa a sí misma improvisando variantes como si se tratase de una pieza de jazz. Leer a Kristof es como leer una novela escrita a dos manos por Chéjov y Dostoievski. Aunque parezca raro, la determinación trágica que signa a los personajes y las eventualidades de la trama son propias del segundo, mientras que la prosa es tributaria del primero. Pero la autora húngara no se detiene en el gesto de tributar a los grandes maestros sino que va mucho más allá, innovando con otra decisión formal que sorprende tanto por su potencia como por su audacia. En la primera novela (El gran cuaderno) la historia está contada por sus protagonistas en primera persona del plural, la segunda (La prueba) está referida por un narrador omnisciente alejado de los personajes y la última (La tercera mentira) está narrada en primera persona del singular. Lejos de ser una veleidad, cada una de estas elecciones se adaptan a la perfección a los requerimientos de la historia que se cuenta. Agota Kristof es una autora que asume riesgos formales, pero sobre todo es una autora que escribe como si cada renglón fuese una braceada en mar abierto.
Libros del Asteroide tuvo el acierto de reeditar esta obra que se publicó por primera vez a finales de los años ochenta y que catapulta a su autora al panteón de los clásicos modernos. Porque luego de leer estas tres novelas uno tiene la impresión de que la literatura lo ha hecho de nuevo, de que ha ocurrido una vez más el milagro de la ficción amarrándonos a la vida, aunque su autora no crea en ella ni mucho menos en su capacidad redentora.
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