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En su última novela, Éste es el mar, Enríquez arquea el género fantástico arrebatándole su extrañeza e injertándolo espontáneamente en el terreno de lo reconocible. Una operación a través de la cual lo fantástico pierde su calidad de ajeno y deja de presentar el violento contraste de lo postizo para reabsorberse en la intimidad de la pertenencia
Por MAXIMILIANO COSTAGLIOLA
El mundo del rock rehuye su narración y las novelas sobre el mismo no sólo escasean, además han conducido a la mayoría de sus autores a malograr -e incinerarse en- el intento, como aquellos colegas que procuraran imitar el estilo de un autor de culto. Mariana Enríquez dio con la clave para integrar el puñado de excepciones, o sea, para que ese abrasivo y prototípico universo del rock, cada vez más agonizante y dependiente del mito, no sólo no se le vuelva en contra sino que además aúlle otra vez para cambiar el mundo. Porque, asimilado y disciplinado por la industria, el rock conoció una época dorada en la que no aceptaba matices: impulsaba a sus músicos al sólido olimpo de los dioses antiguos o los estampaba contra la decepción prematura e irremontable del fiasco. Más atrás, o más adelante, estaban sus impiadosos feligreses dispuestos a darlo todo por el sonido de una guitarra distorsionada. Ahí estaban ellos, protagonistas imprescindibles, dueños de la época. ¿Y hay algo más fascinante que revivir ese mundo de leyendas, groupies y columnas de bafles gigantescos con la intensidad de un reflector? ¿Existe un desafío mayor para un autor que recrear esa atmósfera saturada de euforia y sudor desde la evanescencia esterilizada de la posmodernidad y sus apéndices virtuales? Mariana Enríquez lo logra y alcanza una ternura inusitada en la literatura argentina, la ternura de una balada pop.
Helena, la protagonista de esta historia, es una criatura sobrenatural que vive en un “enjambre” donde para sobrevivir deben practicar y estimular perpetuamente la idolatría por los músicos de rock, a riesgo de desaparecer si se detienen. Los recitales, las giras, los meet & greet, las fotos, los autógrafos y un largo etcétera por un lado, y las redes y plataformas como Youtube, Instagram, Twiter, Tumblr, Spotify y otro dilatado etcétera por el otro, vuelven al trabajo demoledor y agobiante. Pero así como la deserción implicaría su muerte, un rito de pasaje puede hacer que Elena deje de ser invisible y sea escogida por un grupo superior para dar el salto: exacerbar la devoción de una fans de Fallen hasta inducirla al suicidio. Logrado el sacrificio, Helena pasa a habitar el mágico mundo de Las Luminosas, sus hermanas mayores que convirtieron en leyenda a John Lennon, Jimmi Hendrix, Nike Drake, Sid Vicious, Kurt Cobain, Jim Morrison y Brian Jones. Aunque para ser una Luminosa definitivamente y garantizar la supervivencia de la especie, Helena tiene que modelar su propio dios. James Evans, carismático cantante de la banda Fallen, es su presa.
La vampirización es una constante en el mundillo del rock y no solo la más burda, la de los managers, discográficas, agentes, productoras, publicistas, sino también la que ejercen los admiradores sobre sus ídolos y viceversa. Esto último es reflejado con una lucidez hiriente en la novela, donde, infectados de melancolía, abducidos por un desamor o un vacío, inapetentes de vitalidad, los fans parasitan a su estrella hasta la última gota y la eternizarían, si pudieran, en un cadáver joven y bello. “Helena sintió el amor desesperado y se permitió entrar en el enjambre una vez más y ver lo que los fans querían, imágenes del vientre de James, destrozado, un ave comiendo su intestino, manos en el cuello, dedos que se hundían en sus brazos. No le tendrían piedad”. La condición de fans impone “saber y creer”, apropiarse de un trozo de la vida privada de su ídolo incluso al precio de la orfandad. Es ahí cuando asoma el delgado confín en el que el mundo del rock deja de ser una comunidad idílica para pasar a ser una convivencia descarnada donde la exclusividad se persigue con garras de depredador. En la otra punta del hilo, la autora, elige a un ídolo que se desmarca del patrón de rock star, más bien está en las antípodas. James Evans es amable, ingenuo, sensible y compasivo. Su fragilidad, paradojal para su condición de rockero, se manifiesta también a nivel físico: es demasiado delgado, delicado y “tiene las caderas de un chico de doce años”. Lejos de descalificarlo, esto genera un plus de empatía en los seguidores, que verán su dolor convertido en canciones, y en el lector, que descubrirá a un personaje, que junto a Helena, su musa y verdugo, se volverá entrañable.
Así como el talento puede hacer que algunos músicos adquieran una apariencia irreal, la mediocridad combinada con la celebridad puede producir el mismo efecto, ensanchando el desacople entre una y otra hasta los límites de la incredulidad. “Lastima, pensaba Helena, que escribiera canciones tan horribles… No tenía una canción buena. Ni una. Era sobrenatural, casi”. La devoción ciega, furiosa y, en ocasiones, indiscriminada de los groupies también los vuelve algo inverosímiles, en la medida que su pasión se torna inaprensible para los demás. Con una prosa hipnótica y un manejo soberbio de los recursos narrativos, Mariana Enriquez desplaza e intercambia los márgenes de lo real y lo irreal para que el extraordinario pacto de la ficción vuelva a funcionar.
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