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DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Queridos hermanos y hermanas.
Ah... ¡Si todos los cristianos comprendiesen lo que es vivir en la alegría de la fe, qué felices serían!
Todo el Evangelio es una invitación a la alegría. Desde el anuncio del Ángel a la Virgen Inmaculada y la consiguiente encarnación del Verbo de Dios en su seno por obra del Espíritu Santo, sin concurso humano, que la saludó diciendo: “¡Alégrate! llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28); hasta la resurrección de Jesús, en que Él se apareció a las mujeres “y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’…” (Mt 28, 9).
La alegría es fruto del Espíritu Santo, es fruto de la presencia de Dios que llena el corazón de los cristianos, por eso su expresión debe ser distintiva de todos los bautizados; porque Dios es cercano y se interesa por cada uno, porque es Padre de misericordia, porque nos convoca a vivir amando en la verdad hasta llegar a la plenitud de la Vida en la Eternidad.
La alegría profunda y verdadera es la plena comunión del cristiano con Jesús resucitado. Esa alegría auténtica nadie la puede quitar. Es la alegría que vivieron los mártires y los santos. Es la alegría que anticipa el gozo de cielo.
En el libro de la historia primitiva de la Iglesia, se nos relata como la alegría era una de las características que llamaba poderosamente la atención de quienes vivían cerca de las primeras comunidades cristianas. “Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2, 46)
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La verdadera alegría cristiana es expresión de amor, es sanadora, es liberadora, y es gratuita aunque cueste morir al egoísmo y a la hipocresía
Los Apóstoles, después de haber sido azotados, “salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el Nombre de Jesús” (Hechos 5, 41). Y san Pedro escribe a los primeros cristianos (y a los de todos los tiempos): “Queridos míos, no se extrañen de la violencia que se ha desatado contra ustedes para ponerlos a prueba, como si les sucediera algo extraordinario. Alégrense en la medida en que puedan compartir los sufrimientos de Cristo. Así, cuando se manifieste su gloria, ustedes también desbordarán de gozo y de alegría. ¡Felices si son ultrajados por el Nombre de Cristo, porque el Espíritu de gloria, el Espíritu de Dios reposa sobre ustedes…” (1 Pedro 4, 12-13).
San Pablo también recomienda vivir en la alegría: “Alégrense siempre en el Señor, Vuelvo a insistir, alégrense” (Filip 4, 4). A lo que santo Tomás de Aquino acota: “Todo el que quiere progresar en la vida espiritual necesita tener alegría”.
Cuando la vida de un cristiano es farisaica o hipócrita, ciertamente no será capaz de tener la auténtica alegría, esa alegría plena, que colma el corazón y se contagia con la sencillez de los que son coherentes con el Evangelio.
Ser alegre es un asunto muy serio, porque no se trata de trivialidades ni de juegos dañinos; por eso san Agustín afirma que “nada hay más infeliz que la felicidad de los que pecan”. La verdadera alegría cristiana es expresión de amor, es sanadora, es liberadora, y es gratuita aunque cueste morir al egoísmo y a la hipocresía.
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Francisco, Exh. Ap. Evangelii gaudium (24.11.2013), primeras palabras).
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