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          ADRIÁN FERRERO  
 
Hay escritores y escritoras que han producido y consolidado obras espléndidas. Pero hay también una cierta clase de escritores y escritoras que han estado, además, atentos a la sutil percepción del dolor social. De modo que podría decir que esa peculiar sensibilidad que han invocado de modo elemental a hora de escribir libros estéticamente irreprochables, por propiedad transitiva la han transferido, en palabras de la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar, a la consideración del padecimiento singular de la comunidad de semejantes. ¿Y qué es una “ética del semejante”?, se pregunta esta autora con sagacidad. Ante todo una clase singular de concepción de la dignidad de las personas según la cual cada quien (y muy en especial los intelectuales) tenemos responsabilidades y obligaciones hacia quienes comparten con nosotros dicha comunidad. En nuestro caso, no sólo el derecho de ser leídos, debatidos o evaluados por la crítica (lo que, por otra parte, es perfectamente legítimo).
Y en este ida y vuelta, en este movimiento progresivo y regresivo, producción literaria y atención al mundo entablan un diálogo fecundo e imprescindible. En el que una literatura de excelencia pero también con sentido de la solidaridad –como decía- se conjugan, sin mesianismos pero con humanismos y construyen una identidad de escritor con una obra, en este caso, totalizadora, que contempla ambas dimensiones para hacer de él o ella una completitud. Se trata de una figura autor o autora que asiste a las circunstancias aflictivas de quienes no sólo lo leen sino que se aplica a modificar los contextos aflictivos para que otros sean, en el futuro, capaces de leerlo. Hay en estos escritoras y escritores una profunda vocación por la participación, por la acción y la transformación.
Aquel novelista inolvidable que fue Émile Zola, quien en Francia intervino de modo elocuente en el célebre caso Dreyfus fundando, acaso sin sospecharlo, lo que daría en llamarse luego el “intelectual comprometido”. Pasando luego por, quizás, los más paradigmáticos casos de los así llamados existencialistas franceses, como Camus, Sartre y Simone de Beauvoir, quienes, con sus matices, hicieron lo propio porque se sentían llamados a ser protagonistas de su tiempo histórico. Ya se había perfilado de este modo una cierta clase de intelectual sin retorno.
Acudo a otros casos más recientes. Susan Sontag, que trabajó con una entrega denodada en favor de pacifismos, tolerancia y contra toda forma del pensamiento totalitario, irracionalista o supersticioso en torno de la enfermedad. A figuras ejemplares argentinas como Héctor Tizón, Eduardo Pavlosvky o Juan Gelman, también con sus matices. Desde la literatura infantil argentina, autoras como Graciela Montes -recientemente galardonada en la Feria del Libro de Guadalajara- despliegan en toda una riqueza estas presencias insoslayables. Y no me refiero, por cierto, necesariamente a voces de denuncia (esto sí me gustaría dejarlo en claro). No en todos los casos al menos. Sino en llamados a la reflexión y en llamados de atención. Una reflexión insustituible para quienes creemos que la literatura es mucho más que un oficio ejercido con rigor (lo que por supuesto también es importante). Pero agregaría que pensamos que la literatura es asimismo una experiencia portadora de construcción de la identidad nacional (pero no nacionalista) y de una cierta clase de sujeto ideal y que va al encuentro de otra clase de sujeto real de derechos para incidir a través de la libertad subjetiva en sus principios. Este constituye una clase de relato en torno de la dignidad que, me parece, atraviesa todos los géneros literarios en las buenas obras de la literatura de todos los tiempos.
No se trata de creaciones de tesis o propaganda sino, muy por el contrario, de una formulación compleja en términos de la cual hay una mirada de la alteridad a partir de la cual resulta imprescindible contemplar la realidad en toda su conflictividad social. Esta frase asertiva podría en un punto resultar pedagógica. Pero en verdad constituye un mandato ético ineludible de modo razonado.
Es cierto. Como decía Borges, citando a otro Angelus Silesius, “La rosa es sin por qué”. Pero no menos cierto es que desde la escritura (sin un didáctico y simplista altruismo) diría que de modo contundente se impone una mirada a partir de la cual el prójimo merece ser pensado en toda su variedad al igual que la literatura misma. Motivo por el cual pasar por alto el sufrimiento colectivo rozaría a mi juicio la mala fe.
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No hace falta, por otra parte, ser escritor o escritora para tener consciencia de tal circunstancia o procurar revertirla. Pero desde la posición de quienes tenemos por profesión la palabra como vehículo no sólo estético sino también ético resulta primordial un cierto recorrido por la consideración del semejante como un igual y a sus padecimientos analógicamente como propios.
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