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Según expertos, la guerra comercial entre Washington y Beijing parece esconder una puja de poder entre una superpotencia establecida y el gigante asiático, que aspira a destronarla
Trump y su par chino Xi Jinping, en el encuentro en la cumbre del G-20 en Osaka, Japón, en junio pasado / AFP
VÍCTOR ESCRIBANO Y SUSANA SAMHAN
BEIJING/WASHINGTON
EFE
Aranceles y más aranceles. Desencuentros y apretones de mano. Las idas y venidas de la guerra comercial que Xi Jinping y Donald Trump, presidentes de China y EE UU, protagonizaron desde marzo de 2018 han acaparado portadas en todo el mundo. Pero ¿qué hay detrás de este conflicto?
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Una superpotencia establecida y una que aspira a lograrlo en plena pugna por el poder mundial o, como mínimo, por la porción más grande de la torta. Ya aconteció en el siglo XX, pero ahora el escenario principal es el océano Pacífico y la competencia se centra en la supremacía tecnológica.
El auge del Pacífico como eje central de la geopolítica global se cocinaba desde hace muchos años, especialmente tras la caída de la Unión Soviética (URSS) y sus Estados satélites y con el crecimiento exponencial de las economías orientales a fines del siglo XX y principios del XXI.
Ahora, con iniciativas como las Nuevas Rutas de la Seda, Beijing trata de ganarse a la región, donde la influencia de EE UU es notable, especialmente en países como Corea del Sur, Japón, Australia o Taiwán, vecinos con los que China no guarda buenas relaciones.
“La guerra comercial solo es un factor. Hay una lucha por el poder entre una superpotencia establecida y una aspirante que quiere convertirse en la número uno y destronar a EE UU. El enfrentamiento es mucho más grave y profundo de lo que muchos piensan”, explica Jean-Pierre Cabestan, académicos de la Universidad Baptista de Hong Kong. “Hemos entrado en una nueva guerra fría con China”.
El experto marca diferencias: China está mucho más integrada en la economía mundial que la URSS, aunque también habla de un conflicto ideológico en el que el gigante asiático inició una ofensiva contra lo que llama “democracia occidental”.
No obstante, otros analistas, sobre todo estadounidenses, prefieren calificarlo de competencia comercial por una hegemonía en el futuro, enfocada en la ciencia y la tecnología, la economía, la política y la ideología.
Para Washington, la rivalidad va más allá y alcanza también el plano ideológico, al considerar que Beijing intenta crear un mundo a su imagen y semejanza, regido por valores diferentes a los que priman en Occidente.
Pero conviene no olvidar que buena parte del ascenso meteórico de China en las últimas décadas se debe precisamente al apoyo de EE UU, que le dio reconocimiento oficial (1979) y ayudó a paliar el efecto de las sanciones internacionales tras la matanza de Tiananmen (1989).
La débil China de entonces, con prometedores dividendos demográficos, parecía ideal para los líderes del liberalismo estadounidense de los noventa: “EE UU asumió que China se convertiría en una economía de mercado y sería un amigo con quien trabajar, pero la gente ya no cree que China vaya a jugar de acuerdo a las reglas”, reflexiona el profesor de Ciencias Políticas Eugene Gholz, de la Universidad de Notre Dame (Indiana).
Durante mucho tiempo, en China se vio a EE UU como un ejemplo a seguir para el crecimiento económico y otras áreas como la creación de una industria cultural capaz de generar un relato influyente en el exterior.
Ahora, los chinos reivindican el derecho a recorrer el mismo camino que en su día hizo EE UU para convertirse en una verdadera superpotencia. ¿Por qué si ellos lo hicieron no lo podemos hacer nosotros?, se preguntar los dirigentes comunistas cuando denuncian la “doble vara” de Washington.
En el pasado, China era pobre y necesitaba inversión de EE UU. Ahora que no es pobre, ya no la necesita tanto como antes.
Pero los años del crecimiento milagroso a dos dígitos en China son cosa del pasado, y pronto lo será también su época como “fábrica del mundo”. A medida que los chinos se enriquezcan la competitividad de sus productos irá bajando, y el yuan no podrá seguir siendo una divisa eternamente barata sin levantar suspicacias.
Las sospechas de Washington sobre Beijing van mucho más allá, llegando hasta los mismos cimientos del país: su defensa y su seguridad nacional.
En su último plan de ciberestrategia (2018), el Pentágono ya alertaba de que China supone, igual que Rusia, un riesgo por sus “campañas persistentes”, en las que erosiona la superioridad militar y la vitalidad económica estadounidenses con ciberataques en los que extrae “información delicada” de instituciones públicas y privadas.
El vicepresidente del Centro de Estudios Estratégicos, James Lewis, no duda en hablar claramente de robo de datos por parte de China, ya que “depende de economías avanzadas en Europa y EE UU para obtener tecnología, así que o la compra o la roba”. La balanza se inclina hacia esta segunda opción -asevera-, sobre todo en el último lustro, aunque los ciberataques comenzaron mucho antes.
De hecho, en los últimos veinte años hubo unos 140 casos de espionaje chino contra intereses de EE UU, según Lewis. Para contrarrestar estas amenazas, el Pentágono aboga por operaciones en el ciberespacio para recopilar datos de Inteligencia y preparar a su Ejército ante un hipotético conflicto, así como por atacar a las fuentes de cualquier actividad “maliciosa” en la red.
Mientras, Beijing insiste en que “nunca” apoyó pirateo alguno y que su postura en la guerra cibernética es solo defensiva, aunque en un ensayo militar publicado en 2013 se reconocía que los robos de información eran las actividades “más frecuentes” en la pugna en la red y que “todos los países del mundo” participaban de ellas en cierto grado.
En ese libro, la Academia de Ciencias Militares -adscripta al Ejército- habla de “hacer que la disuasión cibernética sea similar a la disuasión nuclear” para que los poderes mundiales con capacidad de ataque no se atrevan a emplearla. No obstante, China se ve en desventaja porque aún depende de la tecnología de otros países para controlar las redes.
Esta dependencia asusta en Beijing, y algunos analistas especulan con la posibilidad de que EE UU imponga un embargo tecnológico: “Las consecuencias serían devastadoras”, señalan, y destacan que el crecimiento de China en los últimos años se debió principalmente a la asimilación de tecnologías provenientes de Occidente.
Como China aún no es tecnológicamente autosuficiente, todo depende de si es capaz de ganarse la confianza de las economías desarrolladas para seguir apuntalando su crecimiento, considerando que el propio Trump y cargos de su Gobierno lanzan cada vez más advertencias contra este país.
Esas alertas abarcan desde el peligro de empresas chinas de telecomunicaciones como ZTE o Huawei por sus presuntos vínculos con el Partido Comunista, la Inteligencia o el Ejército chinos, o el fantasma de que las autoridades puedan controlar las vidas de los ciudadanos de diversas partes del mundo e incluso subvertir los valores occidentales gracias a las redes tecnológicas de quinta generación (5G).
Aunque Huawei no lidera en solitario la carrera del 5G -también están Nokia, Ericsson y Samsung-, EE UU afirma que es el respaldo de Beijing lo que le permite competir de forma desleal tumbando los precios. En China este argumento causa indignación y lo atribuyen al prejuicio ideológico.
La tecnología es protagonista en el conflicto incluso en lo relativo a materias primas, como las tierras raras, conjunto de elementos imprescindibles para la fabricación de productos tecnológicos, de los que China controla el 80 por ciento de la producción global -pocos países quieren extraerlos por ser muy contaminantes. También se aplica en sistemas de defensa, lo que siembra dudas en EE UU, que teme que China siga controlando la producción, con el poder de perjudicar la fabricación de armas en EE UU.
Por eso, EE UU optó por proteger su mercado de tierras raras con inversión estatal en empresas del sector, sobre todo, en las vinculadas con la seguridad nacional.
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