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SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY
Según parece (aunque nada puede afirmarse en un país impredecible) ningún paro postergará este año el comienzo de las clases. Pese a eso, y si una huelga no las interrumpe en algún momento como marca la tradición, la Argentina será nuevamente uno de los países con menos días de clase en el mundo. Con suerte y viento a favor, 180 días. ¿Basta con eso para dejar tranquilos a quienes de alguna u otra manera, sea como padres, docentes, investigadores, adultos conscientes y preocupados, o incluso funcionarios, están vinculados con la educación? No debería, porque los grandes problemas educativos del país siguen fermentando peligrosamente y constituyen lo que Guillermo Jaim Etcheverry, ex rector de la Universidad Nacional de Buenos Aires y miembro de la Academia Argentina de Educación, llamó “tragedia educativa” (su imprescindible libro con ese título cobra mayor vigencia día a día a lo largo de los años).
Cuando hay paro se habla de salarios, paritarias, cláusulas gatillos y demás cuestiones de interés de los docentes. A los padres, en general, les preocupa más el hecho de tener a sus hijos en casa y ocuparse de ellos que la progresiva ignorancia (y sus serias consecuencias futuras) en la cual los chicos van siendo sumergidos. Los rehenes de las batallas políticas de hoy serán los adultos que mañana estarán a cargo de la sociedad, tanto en lo doméstico como en lo público. No es difícil imaginar cómo será esa sociedad.
Lo cierto es que ni cuando hay huelgas ni cuando no las hay (y los padres respiran aliviados) a nadie parece preocuparle la calidad de la educación, su razón de ser, su función formadora y orientadora existencial. Cuando se pretende actualizar este tema a lo más lejos que se llega es a decir que no se puede enseñar como en el siglo pasado, que hay que modernizar las herramientas educativas y que hay que educar para las nuevas profesiones, las nuevas tecnologías, etc. Es decir, se habla de formas, de “packaging”, y no de contenido, ni de sentido. Como si todo se agotara en computadoras y celulares en las aulas y estrategias para mantener entretenidos a alumnos que, gracias al uso disfuncional de esas nuevas tecnologías (justamente celulares, computadoras, redes sociales), uso no orientado por la presencia de adultos responsables, padecen incapacidad de concentración, de atención y de comprensión. Convertidos en “clientes” (por distintos motivos en el ámbito público y en el privado, pero “clientes” al fin) importa más la satisfacción que la educación de los alumnos.
Los rehenes de las batallas políticas de hoy serán los adultos que mañana estén a cargo de la sociedad
¿La escuela contemporánea ha muerto o sigue viva? ¿Sirve para algo o es el residuo de un tiempo pasado? Esto se pregunta el psicoanalista y ensayista italiano Massimo Recalcati en “La hora de clase”, un profundo y comprometido análisis de la educación contemporánea. Recalcati enfatiza que lo importante es el enseñante y no lo que se enseña ni cómo se lo hace. Una hora de clase nunca es un espacio de tiempo muerto, dice, no es automatismo sin sentido, no es rutina sin deseo. Es, debería ser, un tiempo en el que se aprende a pensar, se absorben valores, se comprende la dinámica de los vínculos intergeneracionales y, a través de esto, se entiende el simbolismo de la autoridad. Educar, decía la gran pediatra y psicoanalista especializada en niñez Françoise Dolto (1908-1988), es la forma más amplia de humanizar la vida.
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Se torna prioritario recuperar esta noción cuando empieza a prevalecer la peligrosa idea de que la escuela debe producir individuos con especialidades y habilidades funcionales al mismo sistema que luego los descartará. Abocada a trabajar en esta cuestión, la ONG catalana Página de la Vida advierte: “Quizás la mayor dificultad que debe afrontar el educador es la indiferencia de los padres a una educación más amplia y profunda. La mayoría de ellos se interesa solamente en el cultivo de algún conocimiento superficial que asegure a sus hijos posiciones respetables en una sociedad corrupta”. El propio Jaim Etcheverry viene insistiendo en que una importante evidencia de la tragedia educativa es la indiferencia parental ante la calidad de la educación y su desentendimiento de la calidad de esta. En una encuesta efectuada a nivel nacional por la consultora Marketing & Estadística en noviembre de 2019, la educación ocupaba un séptimo y lejano lugar entre las diez principales preocupaciones de los argentinos. Como si no dependiera de ella el porvenir de cada individuo en particular y de la sociedad en su conjunto. La encuesta parece darle la razón a Jaim Etcheverry cuando expresa: “Nada cambiará hasta que no reconozcamos la realidad y admitamos que la crisis de la educación se aloja en el interior de nuestros hogares. Pero no sólo en los de los sectores más desfavorecidos de la sociedad -que son los que más ilusión esperanzada aún depositan en la educación-, sino también en los de los más privilegiados, que tienen la inexplicable ilusión de haber quedado al margen de la tragedia educativa”.
Este año, cosa extraña, pareciera que en el primer día de clases habrá clases
Por otra parte, la escuela de hoy no enseña valores, señala el citado Recalcati, sino competencias orientadas a resolver problemas en lugar de saber plantearlos. No enseña a relacionar el saber con la vida. Y, por cierto, no serán las computadoras ni los celulares los que lo harán, porque una computadora, y a través de ella un buscador, pueden proveer mucha información (no siempre confiable), pero no enseñan a pensar.
Ahí es donde interviene el pedagogo madrileño Ricardo Moreno Castillo, autor del imperdible “Panfleto antipedagógico”, que se puede bajar de internet. En una conferencia impartida en León, en 2017, se preguntaba por qué no es posible educar como antes. “¿Acaso no hacemos el amor como hace un millón de años?”, inquiría. Y recordaba que de la “educación tradicional”, despreciada por un modernismo banal, proceden todos los artistas, científicos y filósofos que en el mundo han sido. Hasta el teclado de las computadoras y los celulares, artefactos que para algunos parecen ser los iniciadores de la historia humana, usa el alfabeto latino, de origen fenicio, que data de 3 mil años atrás. Y nuestro perfecto y antiguo sistema numérico sigue siendo insuperable. “Si siempre estuviéramos cuestionando lo antiguo por antiguo, siempre estaríamos empezando y el mundo nunca avanzaría”, concluye Moreno Castillo. La educación no necesita un “lifting” ni actualizaciones caprichosas, sino la recuperación de su función y su sentido, y valorización y respeto de parte de todos sus protagonistas, comenzando por esa sociedad hoy disociada, la de padres y docentes. Son quienes más cerca están de donde transcurre la hora de clase evocada por Recalcati. El aula. Las autoridades educativas, y muchos investigadores de laboratorio, suelen desconocer olímpicamente lo que de veras ocurre en ese recinto.
Este año, cosa extraña, pareciera que en el primer día de clases habrá clases. Y cuando se abran las puertas de las escuelas, en las aulas aguardarán las preguntas que siguen sin respuesta: ¿para qué educar? ¿cuál es el sentido de la educación? Es difícil encontrar respuestas si, como dice Recalcati en su bello libro, no hay amor por el saber, por un saber que forme personas con amor por la vida. Y si ese amor no se expande en la sociedad.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"
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