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Vivir como células

Vivir como células

Los comportamientos humanos en este contexto de pandemia muestran nuestro accionar social

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

25 de Julio de 2021 | 08:17
Edición impresa

El miércoles 14 de este mes Julián Weich, conductor televisivo, actor y primer argentino designado embajador de Buena Voluntad de Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) subió a su camioneta y salió de su casa. Inmediatamente una vecina de esas que se dedican a espiar las vidas ajenas, quizás porque carecen de una propia, lo denunció debido a que, según ella, él había violado el aislamiento obligatorio al que estaba sometido. Weich se había infectado, efectivamente, con el coronavirus. Sintió los primeros síntomas el martes 6 de julio y, tras un hisopado positivo, se recluyó en su hogar como es de rigor en estos casos. El día de la denuncia a cargo de la improvisada “mujer policía” Weich se dirigía a una clínica, pues sus síntomas habían empeorado. De hecho, quedó internado en terapia intensiva.

La conducta de la vecina del animador (actitud que en el mejor de los casos se puede calificar de paranoica o de alcahueta) no resultó privativa de ella. Actos parecidos se multiplicaron durante estos interminables meses de pandemia a lo largo y ancho del país y tomaron diferentes modalidades. Basta recordar a los habitantes de consorcios y barrios cerrados que decidían expulsar a sus vecinos médicos o enfermeros por considerarlos “peligrosos”, o a vecinos e intendentes de algunas poblaciones que, regresando a prácticas de la Edad Media, se auto sitiaron, fortificando el poblado y clausurando rutas, para evitar la entrada de forasteros a los que consideraban riesgosos e indeseables, como si ellos estuvieran protegidos y vacunados por la voluntad divina. Abundaron consorcios en los cuales las personas dejaron de saludarse, acaso temiendo que un “buen día” fuera vector del virus, o de subir a un ascensor con el mismo vecino con el que antes comentaban el clima o cualquier acontecer cotidiano. Se reprodujeron los vigías que, apostados en balcones o ventanas, dedicaron largas y ociosas horas de sus cuarentenas a curiosear quiénes salían a la calle, quiénes paseaban por las veredas y si lo hacían con o sin barbijo, prestos a denunciar a cualquiera para atribuirse a sí mismos certificado de pureza.

UN NÚMERO NUEVO

El extendido ejercicio de la sospecha fue uno de los más deplorables efectos colaterales de la pandemia, además de la inducción al miedo y al terror ejercitada por gobernantes y “expertos” carentes de sensibilidad, de empatía y de recursos para un liderazgo emocionalmente inteligente. Y lo más peligroso de este fenómeno es que conspira contra una cuestión esencial de la condición humana: la necesidad de coexistir, de convivir con el otro, el prójimo, el semejante. Dado que somos seres sociales por definición, dependemos de esa convivencia que hace de la diversidad una fuente de recursos colectivos de los cuales se nutre la existencia de cada uno. Al ser individuos únicos, inéditos e intransferibles, cada persona tiene algo de lo cual los demás carecen y necesita de algo que otros tienen. La integración de la diversidad hace que, cuando se trata de seres humanos, uno más uno no sea dos, sino que en cada vínculo (por efímero que sea) nazca un número nuevo e irrepetible.

El médico y psicoanalista Luis Chiozza, reconocida autoridad en el estudio de lo psicosomático y autor de una vasta y enriquecedora obra en la materia, lo dice de una manera simple y contundente en su libro más reciente, titulado “La peste en la colmena”. Afirma Chiozza: “Sólo podemos existir conviviendo”. La totalidad de la vida en el planeta conjuga una biosfera, señala este científico, es decir un mega organismo. Cada persona es, a su vez, un componente de ese inmenso organismo. Y ella misma está constituida por una red de microorganismos que incluyen células, bacterias y virus. Como en un holograma, la totalidad de la vida se replica en cada uno de sus componentes, por pequeño que sea. Dicho de otro modo, ninguno de nosotros es un todo en sí mismo, sino la pequeñísima parte de una totalidad que, en definitiva, es más que la suma de sus partes. Los organismos complejos, como el que aquí se describe, no tienen un director, un “presidente”, explica Chiozza, sino que funcionan y viven a partir de una inteligencia ecosistémica. Se podría imaginar el universo como una colmena y cada uno de nosotros como una abeja.

A partir de esa imagen, cada individuo sería una suerte de antena que detecta en su hábitat afectos y conductas. Señales emitidas por los otros. Y la consciencia de un individuo es el singular de un plural desconocido, según lo explica Chiozza de una manera inspirada. El mundo es uno, entonces, pero su percepción cambia con cada persona. Y como nadie puede percibirlo en su completitud, lo que llamamos realidad termina configurándose sobre la base de las sensaciones y percepciones que se van entrecruzando y construyendo una red infinita.

No hay acuerdo definitivo sobre cuántas células constituyen el cuerpo humano. Según diversas fuentes y maneras de contarlas y considerarlas van desde 40 millones hasta 3.000 millones. Y todas cumplen sus funciones bien diferenciadas, asociándose para un mismo fin. Mantener la vida de ese organismo del que son parte. El organismo vive más que sus células. Estas conviven bajo una suerte de pacto según el cual aceptan morir una vez cumplido su ciclo para dar lugar a la renovación mediante la aparición de nuevas y jóvenes células. Respecto del mundo en que vivimos, cada uno de nosotros es exactamente una célula como las que nos constituyen. Y, consciente o inconscientemente, muchas de las misiones y propósitos que nos imponemos (y que le dan sentido a nuestra existencia) tienen como fin que la vida, en su concepción más amplia, vaya más allá de nuestra finitud. Eso es trascender.

Pero suele ocurrir que, en el organismo humano, algunas células se resisten a morir y violan el pacto acordado por la comunidad celular. Esas células se agrupan para resistir el cumplimiento del acuerdo, y esa agrupación, según lo explica Chiozza en este libro y en otros (entre ellos “Cáncer, ¿por qué ahora, por qué a mí?”), es lo que llamamos tumor. Las rebeldes han olvidado que ellas son un sostén de la vida y no la vida misma, que son partes de un todo y no el todo. Regresando a la figura del holograma podemos ver que lo ocurre en nuestro cuerpo con las células ocurre en la sociedad cuando actuamos como células del organismo social. Podemos contribuir a su existencia, trascender a través de esa contribución, o podemos desertar de tal cooperación dedicándonos pura, exclusiva y egoístamente a nuestra existencia individual creyendo ilusoriamente que es posible prescindir de los demás y hasta temiéndoles o sospechando que son peligrosos para nuestra existencia. Entonces viviremos vigilantes, paranoicos, refugiados en nichos de falsa seguridad, pensando que en el dolor o la desgracia ajena hay un “por algo será” que los justifica, convenciéndonos de que aquello que a otro le toca no me tocará a mí, embriagándonos en fiestas clandestinas sordos a la responsabilidad que nos compete o desarrollando vacunatorios VIP confiados en que, junto a nuestros cómplices, alcanzaremos una impunidad de rebaño. Una sociedad sana o enferma según el comportamiento de sus células.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

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