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Los faros marítimos a lo largo de los casi 5 mil kilómetros de costa del país. El más literario, el del “Fin del Mundo”, bautizado por Julio Verne. El de Punta Mogotes, el más característico. Los argentinos de espaldas al mar
El Faro Punta Mogotes / Ministerio de defensa
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
“No olvides que tal vez eres el faro en la tormenta de alguien”, dice un aforismo anónimo. Parece una buena metáfora para enriquecer la imagen siempre callada y ascética de los faros marítimos, a veces aterradora en el argumento de algunas películas negras de Hollywood.
Sin embargo, nada de terror para los viejos marinos que navegaban sin ayuda de nadie –algunos todavía lo hacen- con brújulas pretéritas, sin radio ni GPS en las aguas nocturnas y turbulentas de los océanos. Allí sólo existía para ellos una evidencia redentora, una esperanza terrena: los lejanos destellos intermitentes de algún faro que indicaban el rumbo para llegar a puerto.
La Argentina tiene una franja costera sobre el mar que, con sus diversas singularidades –golfos, penínsulas, bahías- se extiende por aproximadamente más de 4.500 kilómetros, desde la boca final del Río de La Plata hasta Tierra del Fuego, Antártida, Malvinas y otras islas del Atlántico sur. En esa jurisdicción que abarca a cinco provincias se encuentran sembrados unos 60 faros, algunos de ellos de muy antigua data.
Sin embargo, no podría decirse que el hilo de la gran literatura nacional –Etcheverría, Sarmiento, Alberdi, José Hernández, Lugones, Macedonio, Arlt, Borges, Sábato, Cortázar, Saer, Piglia, entre otros- se haya ocupado en forma esmerada de los asuntos de nuestro mar. A lo sumo, muchos convirtieron en sus obras la condición de nuestros paisajes terrestres en océanos.
Los críticos coincidieron en que los argentinos fuimos y seguimos siendo esencialmente mediterráneos, habitantes de llanuras ricas o de esquemáticos desiertos patagónicos, criaturas del norte montañoso o del litoral selvático y fluvial. Allí está lo mejor de nuestra literatura. No en inmenso mar. Así lo expresan: los argentinos vivimos de espaldas al mar.
Uno de nuestros primeros hombres públicos, Manuel Belgrano, avizoró la importancia económica para el país del océano Atlántico y propuso el desarrollo pesquero, el comercio marítimo, la industria naval y la existencia de puertos como fuentes de integración al mercado mundial. No se lo tomó en serio, para empezar allí con una invariable tradición criolla consistente en desmerecer a los sabios.
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Críticos coinciden en que fuimos y seguimos siendo esencialmente mediterráneos
“Una nación que deja hacer por otra, una navegación que puede realizar por sí misma, compromete su futuro y el bienestar de su pueblo”, fue una de las célebres frases de Belgrano, pronunciada en 1799, cuando ya imaginaba crear una escuela de ciencias náuticas que después creó.
Si hubiera que mostrar lo que ocurre hoy, podría recordarse que la riqueza de nuestras aguas australes desaparece llevada en sus bodegas por los infatigables pesqueros asiáticos.
O que la famosa Hidrovía –calificada por un organismo oficial como “la autopista fluvial más importante del país”- es mantenida en un 75 por ciento por la Argentina, que se hace cargo del dragado y balizamiento, mientras que es navegada y aprovechada en un 95 por ciento por buques extranjeros.
En ese contexto, no es caprichoso mencionar a Julio Verne –el universal autor francés de la novela El faro del fin del mundo (“Le phare du bout du monde”), escrita en 1901, corregida por su hijo Michel Verne y publicada en 1905.
Verne fue un escritor visionario, que luego de viajar por distintos países se recluyó en su casa en Amiens, Francia, y desde allí –se dice que desde un escritorio de altura, con forma de octaedro, de modo que le permitía ubicarse en las ventanas que apuntaban hacia los distintos puntos cardinales en los que ubicaba sus argumentos, tejía sus maravillosas creaciones sobre la base de una copiosa documentación previa.
En el caso de la novela sobre el sur argentino, se ubicó en la isla de los Estados, una tierra casi totalmente deshabitada del sur patagónico en donde se confunden el Atlántico con el Pacífico, y en donde estaba erigido el “faro del fin del mundo”, que se convierte en protagonista casi central de una novela en la que tres fareros argentinos luchan contra piratas que asaltaban embarcaciones.
El faro fue construido por el gobierno argentino en 1884, en la desierta isla de los Estados, un lugar castigado por los vientos y el oleaje, separada de Tierra del fuego por un estrecho. Llevó inicialmente el nombre de Faro de San Juan, pero a poco que se hizo conocer y valorar la novela de Verne pasó a llamarse hasta hoy el Faro del Fin del Mundo.
Faro del Fin del mundo / Ricardo Martins, Wikipedia
“Era la única luz que tenían los navegantes en el mar austral. Como dice el licenciado Vairo, era el Cabo Cañaveral de la época. Más allá estaba lo desconocido, la Antártida”, expresa una publicación del Museo Marítimo de Ushuaia.
Agrega el escrito: “El faro fue guía de infinitos barcos que, a partir de su emplazamiento, por el alférez Augusto Lasserre, vieron facilitado su camino hacia el océano Pacífico. De todos modos, a menudo las embarcaciones zozobraban, víctimas de olas inmensas y de rocas traicioneras. Pero de inmediato salían al rescate los torreros y los marineros de la subprefectura naval, emplazada a pocos metros de distancia”.
Mucho del servicio prestado por el Faro del fin del Mundo, muchos de los navíos que no naufragaron en las agresivas rocas y en oleaje del estrecho, acaso haya dependido en buena manera de la resonancia que alcanzó el libro de Verne. No habría sido esa la primera vez en que la vida haya imitado al arte.
Los faros tienen poderes ocultos, son persuasivos sin necesidad de demostrarlo. Es una de sus propiedades, además de lanzar incansablemente luces salvadoras. Un ejemplo casi divertido es el del escritor irlandés George Bernard Shaw, ya que pocos intelectuales tuvieron tanta capacidad para ser despiadados a la hora de criticar instituciones, personas o diversas realidades.
Para muestra vaya este botón: “Los seres humanos son los únicos animales de los que estoy completa y verdaderamente asustado”, apostrofó alguna vez. Pero ese compendio de lucidez sin límites, ese ácido polemista, resulta que se derritió ante la sola imagen de los faros: “No puedo pensar en ningún otro edificio construido por el hombre que sea tan altruista como un faro. Fueron edificados solo para servir”, dijo.
El amor humano trepa en el interior y hace ronda por las escaleras de caracol de los faros
El amor humano trepa en el interior y hace ronda por las escaleras de caracol de los faros. El torrero vigilaba que los velones tuvieran suficiente combustible o que la energía eléctrica alimentara los focos poderosos. En los mares que los rodean navegan rústicas lanchas de pescadores, buques cerealeros oxidados, veleros sin reacción frente a olas de seis metros de altura, pero en las noches, de pronto, una linterna del mundo los llama. Es el principio de la vida.
El faro Querandí, el Quequén, el de Claromecó, el Río Negro, el Cabo Vírgenes, el de Punta Médanos, el famoso de Punta Mogotes –inaugurado el 5 de agosto de 1891 con una poderosa luz blanca que emite un destello circular cada 19 segundos desde la corona de una torre de 35,5 metros de altura, decorada con franjas horizontales blanquirrojas- que recibe miles de visitantes al año.
Esos y el Faro de la Virgen de Stella Maris, el faro Paraíso, el del Fin del Mundo y tantos otros sembrados desde fines del siglo XIX, que se ocuparon en devolver navegantes al amor de sus mujeres, al calor de sus familias.
Buques desangelados, próximos a la derrota y al naufragio, vieron una vez sobre el turbulento horizonte nocturno encenderse el big bang del amor humano y hacia esa ribera enfilaron, atados y atraídos por esos destellos obstinados.
En su magnífico Cuaderno de Faros, la narradora mexicana Jazmina Barreras, que investigó los faros del mundo, revela alguna de las raíces: “Los mayas construían monumentos que iluminaban por dentro para señalar dónde era riesgoso o posible desembarcar. Los celtas encendían fogatas para enviar mensajes a lo largo de la costa. Pero fueron los griegos quienes dieron su nombre a los faros”.
“Fuego que señala el fin del mar. Homero habla en La Ilíada de torres encendidas, con hogueras que había que resguardar, como el fuego sagrado en los templos de Apolo. Cuenta de una fogata en un sitio solitario, sobre un monte, que se aparecía a los navegantes que vagaban por el mar, «porque las tempestades los alejaron de sus amigos», y que brillaba igual que el escudo de Aquiles, «visible hasta para los mismos dioses».
Se ha dicho ya que en la actualidad la navegación cuenta con equipos tecnológicos de vanguardia, que está guiada por informaciones satelitales y que, por consiguiente, los sistemas tradicionales se volvieron obsoletos. Sin embargo, hoy mismo, no faltan navegantes que siguen asegurando que no pueden abstraerse de la irresistible atracción de las luces de los faros.
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