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En un presente dominado por celulares con inteligencia artificial, filtros y definición 4K, las cámaras digitales de principios de siglo regresan al centro de la escena. El encanto de lo “imperfecto”, el misterio del carrete digital y la estética de lo añejo: ¿moda o fenómeno?
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En las calles de La Plata, en los recitales de City Bell, en las fiestas de cumpleaños, en los viajes con amigos, una escena empieza a repetirse: una chica, un chico saca de su mochila un artefacto ¿nuevo? ¿Viejo? ¿De qué época?
Se desliza entre las manos una cámara digital, de esas con pantalla chica y zoom lento. Un pibe enfoca y, tras el click, todos rodean la cámara para ver la imagen. Hay risas. Hay tiempo. Nadie edita. Nadie borra. Las fotos, muchas veces movidas o sobreexpuestas, quedan como están. Y eso, justamente, es parte del atractivo.
El regreso de las cámaras digitales de principios de los 2000 que estuvieron de moda durante toda una década y que marcaron la transición entre el carrete y lo digital, es una de las tendencias más curiosas y potentes de los últimos tiempos entre jóvenes de entre 15 y 30 años.
La pregunta, entonces, es evidente: ¿por qué vuelven? ¿Qué hace que en pleno 2025 se vuelva a usar un aparato “viejo”, cuando en el bolsillo se lleva un teléfono con capacidad de grabar en 8K y editar con IA?
Parte de la respuesta hay que buscarla en la nostalgia como estética. El resurgimiento de lo vintage no es nuevo: ya pasó con la ropa, los vinilos, los teléfonos plegables y hasta los CD. Pero el caso de las cámaras digitales es particular porque no responde a un “formato analógico” sino a una tecnología que ya fue superada. Sin embargo, su encanto está en esa intersección entre lo antiguo y lo familiar, entre lo digital y lo analógico.
Las cámaras digitales viejas ofrecen algo que parece perdido en los tiempos que corren: imperfección. Las imágenes tienen ruido, el flash es duro, los colores son saturados y muchas veces irreales. “Me encanta cómo salen las fotos con mi cámara vieja. Hay algo espontáneo, como si no importara tanto que la imagen sea perfecta”, cuenta Micaela, de 22 años, estudiante de Comunicación en la UNLP. “Además, me obliga a estar más presente. No saco mil fotos para elegir una. Saco una o dos y listo”.
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Esa imperfección, curiosamente, se vuelve una búsqueda consciente. En una época donde los celulares y las redes empujan a la hiperproducción de imágenes con filtros y retoques automáticos, usar una cámara digital antigua es una forma de rebelarse contra la sobreexposición y la estética artificial. Es una apuesta por algo más íntimo, más artesanal, incluso más humano.
Las redes sociales también tienen un rol clave en la expansión de esta tendencia.
En TikTok, por ejemplo, hay más de 900 millones de visualizaciones bajo el hashtag #digitalcamera. Influencers, fotógrafos amateurs y hasta marcas de moda alimentan esta estética con posteos que emulan blogs de los 2000, diarios visuales o “fotologs” de nueva generación.
En este fenómeno también hay un juego de identidad generacional. La generación Z —nacida entre 1995 y 2010— creció con celulares inteligentes, pero muchos de ellos vivieron su infancia o adolescencia con estas cámaras en sus casas. Para algunos, entonces, usarlas hoy tiene un valor nostálgico. Para otros, más chicos, es una novedad con aire retro que no vivieron directamente pero adoptan como propia.
Uno de los aspectos más destacados de este regreso es el ritual del después: no se comparte la foto en el momento. No se sube a la historia en tiempo real. La cámara guarda, y cuando se descargan las imágenes —a veces días después— ocurre algo parecido al revelado analógico: se redescubre lo vivido.
En ese sentido, la cámara digital se convierte en una herramienta para desacelerar. En lugar de capturar todo, se elige qué capturar. En vez de compartir todo, se elige qué mostrar. Y eso, en un ecosistema saturado de imágenes, puede leerse como una forma de resistencia.
Esta tendencia también se enmarca en un fenómeno más amplio: el regreso de objetos físicos en la era de lo intangible. Vinilos, cintas, DVDs, libros en papel, incluso reproductores de MP3 o consolas retro. Hay una parte de la juventud actual que revaloriza la experiencia táctil, concreta y limitada frente a la saturación del streaming, la nube y la hiperconectividad.
Lo físico, lo limitado, lo que puede romperse o perderse, adquiere un nuevo valor simbólico. Y las cámaras digitales, que requieren batería, memoria y cable USB, encajan perfectamente en esa lógica.
En La Plata, varias ferias de antigüedades y tiendas de segunda mano ya detectaron el boom. “Antes no las miraban. Ahora vienen y preguntan por modelos específicos. A veces las publicamos en Instagram y se venden al toque”, cuenta Verónica, dueña de una feria en el centro.
Como toda tendencia, es difícil prever cuánto va a durar. Pero hay señales de que esta no es una simple moda pasajera. La vuelta de las cámaras digitales, al igual que otras formas de tecnología “obsoleta” que resurgen, parece más bien parte de un movimiento cultural más profundo: una forma de mirar hacia el pasado para entender el presente, una búsqueda estética, emocional y política.
Detrás del click de una cámara digital vieja hay una manera de decir “esto también soy yo”, con menos edición y más verdad. En un mundo que nos pide estar todo el tiempo conectados, disponibles, visibles y productivos, una cámara de 2005 se transforma, paradójicamente, en una herramienta de desconexión y autenticidad.
Porque no se trata solo de la foto. Se trata de cómo miramos, de qué queremos recordar, de cuánto estamos dispuestos a ver sin el filtro de la perfección.
Y tal vez, en esa vuelta al pasado, haya también una forma nueva de futuro.
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