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Poner un pie en Manaos es revolucionar los sentidos. Sorprende la selva tropical pero también la otra, la de cemento
Enmascararse contra la resolana. Las temperaturas de Manaos pueden ser insoportables y aunque no haya sol pleno “no hay crema que valga”
Hipólito “Pico” Sanzone
“No se confíe que no hay crema que valga”. Al Amazonas se le puede pedir cualquier cosa menos sobriedad, recato, medida. Es intenso desde el mismo momento en que se sale del aeropuerto de Manaos. Los pulmones se llenan de aire caliente, como si te apuntaran con un secador de cabello puesto al máximo. Si sos de andar con la presión baja, buscá quien te ataje o un buen lugar donde caer. Si te molesta el ruido ambiente, la ciudad es como un tractor en marcha y la selva chilla, grita, gorgojea. No existe el silencio.
Manaos parece estar permanentemente en obra. Y obras grandes. Gigantescas.
Una señal se muestra en el salón desayunador del Rede Andrade Amazonia, acaso el hotel más económico que figura en la web. Sirven el desayuno a las 6 de la mañana y a esa hora ya está repleto. Se mezclan los pocos turistas que suele haber en esta época del año y hasta fines de noviembre, por el intenso calor, con obreros de uniformes impecables, técnicos calificados o ya ingenieros. Pertenecen a diferentes empresas, de nacionalidades varias. Y en las mesas del huevo revuelto, las salchichas con salsa, el mango, el ananá, los panes de queso y el café se mezclan los idiomas. Los que hablan buen español cuentan que están ahí por un gasoducto y los hay de las nuevas redes eléctricas y de provisión de agua. Y muchos trabajadores petroleros de la poderosa y orgullosa Petrobras. Todos cuentan historias de movimientos de tierra monumentales, de grúas que parecen Godzilas. Y muchos, sobre todo los locales, vuelven una y otra vez sobre el “sueño”.
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Hablan de continuar, alguna vez, la Trans Amazónica, la legendaria Ruta de la Muerte con la que la dictadura de Garrastazú Médici pretendió unir el nordeste de Brasil con el Perú; el Atlántico con el Pacífico. Eran 8 mil kilómetros. Se empezó a fines de los 60 y en tres años de trabajo frenético se terminó la mitad. Esos casi 5 mil kilómetros fueron como un hachazo a la selva. La resistencia de los pueblos originarios fue conmovedora y la ligaron los obreros. Los militares nunca blanquearon cuántos muertos costó ese “progreso”. Figura como la BR 230 y la mitad de esa mitad quedó sin pavimentar. Más allá de las controversias, es una ruta económicamente clave. Pero le dicen la Ruta de la Muerte. Entrar, entrás. El asunto es salir.
Si la comida es un asunto prioritario y hay berretines de gourmet, los que están en tema dicen que en Amazonas, de Michelín sólo neumáticos. Pero hay enorme variedad en gastronomía local.
Para los aventureros de la comida callejera Manaos es un safari intenso, sorprendente. Las coziñas de pollo, con forma de conos y las salchichas fritas. En la calle se come por mucho menos de $10 mil nuestros, con bebida.
El tema de los productos “naturaís” que se ofrecen en la calle es una permanente tentación y al mismo tiempo un riesgo. Toda la fruta es enorme: los limones de las limonadas parecen pelotas de handbol y lo mismo que los mangos, las naranjas, los kiwis. Los jugos se hacen ahí, en la calle, en licuadoras conectadas vaya a saber en qué enchufes y las frutas se ofrecen sobre grandes heladeras de telgopor, abiertas, que desbordan hielo molido. Son como camastros blancos que bajo el insoportable “nao sol pleno” invitan a tirararse en palomita. Pero hay un problema: el agua que usan puede ser de la canilla, de la red. Y al que no está acostumbrado le puede ir mal si por mal aceptamos dolores de panza, cagaderas y fiebre. Por 5 reales (unos $1.400) sale un vaso de casi medio litro.
Pero al Maradona de la comida callejera ellos le dicen “pastel”. Es una torta frita rectangular, como dos teléfonos celulares uno junto a otro y rellena. Le meten de todo en cada una de las variedades posibles: carne picada, huevo, salsa, jamón, queso, pollo y una versión agridulce con banana. Es nuestro choripán, nuestra bondiolita, nuestro sanguche de cuadril al paso o en la cancha. El pastel viene frito en un aceite casi transparente, tanto que parece agua.
Me dicen que es aceite de arroz y que es más sano, más rendidor y “e bem digerido”. Y es verdad. Cuestan entre 1 y 12 reales o sea entre 300 pesos y 2.500 nuestros y la amplitud depende del relleno, de su cantidad y también del puesto callejero donde lo ofrezcan. Puede ser un escaparate tipo food track o una modesta tabla sobre caballetes. En cualquier caso habrá mesitas y sillas para comer sentado, a la sombra y bebida “gelada” con y sin lo que ya imaginan.
La cultura del “pasteis” no es exclusiva de la selva tropical ni mucho menos. Se extiende por todo el país y en algunos lugares tiene variantes que van con la disponibilidad de recursos. Por ejemplo: en las playas se considera pecado pedir un “pasteis” de carne o de pollo habiendo tanto camarón, tanto peixe, tanto palmito.
Y “e bem digerido”, insisten. Y es verdad. Lo comés y
“Neum arroto”.
Ese concepto popular que dice que la resolana quema más que el sol pleno parece haber sido acuñado en Manaos. En vísperas de las temidas lluvias de octubre abundan los días nublados pero celosamente vigilados por un sol que por momentos aparece, un rato nomás para reclamar territorio y vuelve a su lugar detrás del telón grisáseo. El calor en Manaos es duro. Y esa resolana, si no fuese por la gran húmedad ambiente, sería un rayo quemador.
Junior es Guardia Urbano y controla el estacionamiento medido en la zona del legendario Teatro Amazonas, patrimonio cultural de la humanidad. A las 11 de la mañana recorre la zona con el dispositivo para controlar que los automovilistas paguen los 3,80 reales que cuesta la hora, unos $1.200 de los nuestros. Lleva puesto el uniforme azul reglamentario y una máscara de neoprene del mismo color que solo permite verle los ojos. Parece uno de esos del Swat que se descuelgan desde los techos en las películas de acción. Lo saludo, le señalo la máscara y le pregunto lo obvio. En perfecto portuñol, raro aquí donde todo es portugués bien cerrado, me dice que el calor siempre es mejor que la quemadura por el sol. Que los labios se agrietan y que “no hay crema que valga”.
El “nao sol pleno” inunda la calle de paraguas. Pero no llueve, están en modo sombrillas. Junior no es el único enmascarado que se puede ver en el centro de Manaos. También algunos trabajadores de la empresa que allá en La Plata vendría a ser Edelap. Y muchos ciclistas y algunos vendedores de jugos naturales que no consiguieron un lugar con sombra para instalarse.
¿“Y para cuándo estaría listo?”, es la pregunta que se suele hacer con temor cuando se deja en arreglo un teléfono celular. Así lo imponen los tiempos modernos. Todo lleva su tiempo. “No puedo hacer milagros”, se oye decir a algunos reparadores. A algunos, menos a los de las locas calles de Manaos.
“Vení en 20-25 minutos”, es la respuesta promedio en este sofocante rincón del mundo.
“Hace cuatro años que estoy y ya había muchos. Dicen que los primeros fueron colombianos y que ellos les enseñaron a los locales. Y cuentan que un cura amigo de Lula abrió en una parroquia una escuelita y le enseñaba a pibes de la calle, para que tuvieran salida laboral y no anduviesen robando”.
Marcos es venezolano y vende limonada en la pintoresca avenida Floriano Peixote donde todo es ropa, zapatos o fruta y verdura. No hay otros rubros como sí los hay en la vecina Marcilio Días, otra céntrica de Manaos que tiene una particularidad: las decenas y decenas de pequeños puestos, del tamaño de una cabina telefónica, donde se arreglan teléfonos celulares “al paso”.
Lo curioso es que la oferta es verdaderamente “al paso” porque el tiempo promedio de las reparaciones no pasa los 25 minutos. Módulos, pantallas, pines de carga, lo que sea. Y rápido y furioso.
Anderson se hizo reparador hace dos años y cuenta que está muy conforme. A un promedio de 25 reparaciones por semana de alrededor de 150 reales cada una, factura poco más de 3.500 reales. Al cambio de estos días supera el millón de pesos nuestros cada cinco días.
“Aprendimos a reparar celulares buscando trabajo. Fue más la necesidad que otra cosa. Lo bueno es que hay mucha gente joven en esto. Aprender no es difícil. Yo ando con ganas de abrir una escuelita”, cuenta Mateo, otro reparador que asegura que la clave del éxito es “el tiempo, porque el cliente quiere su celular reparado ya mismo y acá se lo lleva reparado en menos de media hora”.
Como todo en esta vida el asunto tiene su leyenda negra.
“La ganancia de estas personas no solo está en la mano de obra sino en los materiales. Compran componentes defectuosos que importan desde China, vienen como rezagos, en contenedores que llegan a Belén, a 45 días de barco río arriba hasta Manaos. Por eso algunas reparaciones no duran mucho”, murmura Luiz, un vendedor de juguetes rodeado de muñecos, pelotas y montones de productos de personajes de la nueva ola infantil que no reconoce al Chavo, ni a los Tres Chiflados ni a Tiro Loco Mc Graw.
A Luiz aprovecho para preguntarle algo que me llamó poderosamente la atención: a diferencia de otras muchas ferias callejeras, en diferentes lugares, en Manaos no se ven vendedores senegaleses.
Se ríe y me dice que vaya al “goberno” a preguntar. Pero enseguida me asegura que no me van a decir nada. Que él sabe pero mejor no lo dice. Le digo que bueno, que es una lástima y me despido. Suficiente para quebrarlo. Le entiendo algo así como que los ambulantes locales se encargaron de defender el territorio: “Eles foram jogados para fora com socos e ancho que a polícia nao fez nada”. Algo así como que los corrieron a golpes y la policía miró para otro lado.
Pero si la capital del Amazonas estremece, si navegar su río insignia es una experiencia inolvidable, hay algo que supera cualquier cálculo o especulación: dormir o intentar pegar un ojo, en el corazón de la selva tropical más grande, densa, peligrosa y diversa del planeta.
Ahí, con sus impredecibles criaturas de la noche.
Continuará…
Hipólito “Pico” Sanzone
La “industria” del arreglo de celulares al paso. Pantallas, módulos, pines de carga. Todo tiene arreglo en un rato en las calles de Manaos
Enmascararse contra la resolana. Las temperaturas de Manaos pueden ser insoportables y aunque no haya sol pleno “no hay crema que valga”
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