10 de Octubre de 2004 | 00:00
Por AMILCAR MORETTI
Sorín ha vuelto a los micromundos cotidianos de la gente común, en la Patagonia. El perro y su amo, en solidaridad e intercambios, ponen en práctica la ancestral estrategia de resistencia en la adversidad.
"El perro" es una película sobre cómo conservar y restituir el deseo en medio de la inclemencia social. Su detenimiento en los acontecimientos mínimos -de ahí la importancia de los rostros, los ojos, los pequeños gestos, los silencios significativos- es el medio elegido, no el fin, el instrumento aplicado por Carlos Sorín para señalar el refugio, defensa y aguante de la gente sencilla (desocupados, asalariados precarios, humildes cuentapropistas) frente al abandono y expulsión del contexto. Sorín así ajusta con precisión el planteo propuesto ya en "Historias mínimas". El rescate de la épica de lo cotidiano y lo menudo ante la ausencia obligada e inducida de gestas colectivas, a la espera de tiempos mejores. En simultáneo, se percibe la crítica y el rechazo ante la privación y desposesión de la riqueza natural patagónica, el petróleo, por parte de fuerzas percibidas como poderosas y desconocidas. Ya en esa imagen inicial de los martillos perforadores de pozos y en la proliferación de estaciones de servicio humildes o clausuradas, se huele una antipatía silenciosa. Y junto a la afición por la gente sencilla y la compasión por los derrotados (el desesperado que llora en el depósito lanero), convive el apunte desaprobador con los exitosos. Son observaciones críticas por desplazamiento e interpósita persona: al gerente de banco orgulloso de despanzurrar perros, el dogo bueno del título le hace pis en el despacho. Cuando Juan Villegas, el protagonista, se reúne con los criadores de dogos mordedores, alguien reconoce: "No sienten dolor. Son unas bestias de otro planeta". ¿A quiénes alude? Es posible pensar que no sólo a los mastines con morfología de perro.
Primero que nada se advierte la diferencia y distancia con lo urbano hipertrofiado, centrípeto y deformante en el Gran Buenos Aires. Sus mesetas áridas y ventosas, bellas y desoladas, no admiten hacinamiento ni contaminación social, química o sonora. Sorín elige por segunda vez la Patagonia como reserva de lo micro, con seres dispersos en la inmensidad pero solidarios por estrategia de sobrevivencia. Apunta a las relaciones interpersonales y de pequeños grupos para sustentar la solidaridad y lo generoso. No lo blandengue o lo zonzo; no la picardía autodestructiva e inducida en el tejido social para enfrentar entre sí a los necesitados, sino la "cultura del habilidoso" que intercambia favores y no rivaliza por las migajas caídas del plato. Sobrevivir a la intemperie y en la adversidad como esperanza ante la disolución total, que amenaza, y como reserva ecológica humana de la ruralidad que, con su gente, acompaña a la inmensidad de la riqueza natural austral. Sabiduría espontánea de la trama social de un pueblo que, en desventaja, se resiste a desaparecer.
El dogo y su libido son serias metáforas de humor. Representaciones del deseo, que aquí es ganas de vivir y seguir a contracorriente y desplazado por lo instalado desde el centro. Si Bombón, el dogo, perdió su libido es porque no ve destino. Muerto su antiguo amo y encerrado en un jaulón no le apasiona vivir. Con su nuevo dueño, Juan Villegas -otro ser sin amo y a la deriva, excluido forzoso con ganas aún conservadas-, el perro atisba una posibilidad, aunque con límites para mantener su dignidad. Si lo coaccionan, muerde, y no admite ser utilizado de dogo carnicero ni de reproductor con frívolos ejemplares de colección. Cuando Juan lo deja prefiere escaparse y en el desierto patagónico le rebrota el deseo: como toda especie, ante el peligro de desaparición, vuelve al origen, a la sexualidad, y se acopla con la perra negra y rasposa, pero su elección, y no la de los otros. Como una lección de sobrevivencia. Juan Villegas en la imagen final sonríe, por Bombón y por él, por todos. Ecuménico pero consciente de su interés vital, confirma que no todo está perdido.
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