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El poeta que sedujo a Grecia

Horacio Castillo, una figura literaria inolvidable. Su paso por el periodismo y la traducción. Testimonios de Susana Espíndola y de sus amigos, los escritores Rafael Felipe Oteriño y Néstor Mux

MARCELO ORTALE

5 de Abril de 2015 | 00:58

Pocos poetas y escritores habrán tenido semejante honor, pero lo cierto es que Grecia lo despidió. Poco tiempo después de su muerte ocurrida el 5 de julio de 2010, su segunda gran patria espiritual rindió tributo al platense Horacio Castillo, considerado por muchos críticos como uno de los grandes creadores literarios de nuestro país.

La embajada griega en Buenos Aires había decidido exaltar las notables cualidades de Castillo, así como la difusión que había realizado de la cultura de Grecia, principalmente como traductor de grandes autores. En ese acto el embajador Michael B. Christides sintetizó: “Para nosotros fue simplemente Horacio, helenista querido y respetado por todos”. Entre el público se encontraban las principales figuras de la literatura argentina.

Los años que pasan desde entonces no hacen mella en la trabajada poesía de Castillo, que se lee cada vez más joven, más actual, con la potencia que sólo da lo clásico. Su obra representa, como pocas, la frescura intemporal del mundo griego en el que vivió tironeado, herido, por la verdad y la belleza.

No se puede demorar la transcripción de uno de sus más bellos poemas, “Anquises sobre los hombros”, que dice así: “ Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros./ Débiles aún, su peso nos impide la marcha,/ pero luego se vuelve cada vez más liviano,/ hasta que un día deja de sentirse / y advertimos que ha muerto./ Entonces lo abandonamos para siempre / en un recodo del camino / y trepamos a los hombros de nuestro hijo”

Escritor, periodista de El Día durante muchos años destacado como corresponsal ante la Universidad, traductor, lector insaciable, abogado de la Fiscalía de Estado, miembro integrante de la Academia de Letras y correspondiente de la Real Academia Española, amigo profundo, pero antes que nada jefe de una familia a la que amó y que hoy lo extraña, Castillo tenía un exterior notablemente serio, solemne por momentos, pero la sonrisa y el buen humor estaban allí nomás, a flor de piel.

“Hola poetas, cómo andan esas liras”, decía al entrar a la vieja Redacción del diario. Era como un saludo amable, casi compasivo, a sus colegas. Ya había dejado de ser cronista universitario y ahora se iba hasta el fondo a entregarle a Francisco Lagomarsino sus aportes para la página editorial. Su prosa periodística era llevadera, serena y a la vez sustantiva. Y filosa, si hacía falta.

Su mujer, Susana Espíndola (todos la llaman Susana Castillo) sonríe al recordar esos años jóvenes, los primeros del noviazgo que los llevó a un matrimonio de cincuenta años de felicidad. “Mi papá era Aníbal Espíndola, periodista de El Argentino. Y también hacía la Universidad, así que competían con Horacio. Pero resulta que se hicieron amigos. La primera vez que vino a casa estuvo cinco minutos conmigo y como cuatro horas con mi padre, que tenía una biblioteca maravillosa. Siempre le dije a Horacio, vos te casaste conmigo por la biblioteca de papá…”. Lo cierto es que el suegro le regaló al yerno, entre otros valiosos libros, una primera edición de “Las Tardes”, de Francisco López Merino.

La embajada griega en Buenos Aires había decidido exaltar las notables cualidades de Castillo, así como la difusión que había realizado de la cultura de Grecia, principalmente como traductor de grandes autores. En ese acto el embajador Michael B. Christides sintetizó: “Para nosotros fue simplemente Horacio, helenista querido y respetado por todos”.

“Horacio leía todo el tiempo o escribía todo el tiempo. Pero también se detenía para atender a los jóvenes poetas que venían a verlo. Yo creo que toda su obra es un largo poema épico, un largo poema de mitos…”. De los poemas de Castillo, su mujer prefiere “el que hace hablar a Eurídice como nadie nunca lo hizo”, “Mujer peinándose en el espejo” y acaso el más famoso de todos “Anquises”. Cuenta que “en la antología de poesía argentina que hizo Antonio Requeni, el querido Antonio decidió poner Anquises en la contratapa del libro”.

Sus libros fueron Descripción (1971), lo siguieron: Materia acre (1974), Tuerto rey (1982), Alaska (1993), Los gatos de la Acrópolis (1998), Cendra (2000), Música de la víctima y otros poemas (2003) y Mandala (2005). Este última cierra su período lírico, que fue reunido en varios volúmenes, entre ellos: La casa del ahorcado (1974-1999) y Por un poco más de luz (1974-2005).

Muy joven conoció a Ricardo Rojas y trabó también relación con Pablo Neruda. En España se relacionó con el después premio Nobel, Vicente Aleixandre, y mantuvo una extensa y afectuosa relación con el poeta griego y premio Nobel de Literatura (1979) Odysseas Elytis, de quien tradujo varios libros al castellano. “Viajamos dos veces y las dos veces fuimos a Grecia…” recuerda Susana Espíndola. Con Horacio tuvieron dos hijos Horacito, psicólogo clínico y Teresa Castillo, violinista que vive en Buenos Aires casada con el muy conocido psicoanalista y escritor Gabriel Rolón. Los chicos les dieron cinco nietos, que hoy dejan mensajes en la pantalla de PC del abuelo: “Abu, te extrañamos, te queremos”, dicen los papelitos pegados a la computadora. El escritorio está igual.

TESTIMONIO

El poeta Rafael Felipe Oteriño mantuvo desde siempre una cerrada amistad con Castillo, de quien recuerda su sencillez en el trato “que estaba acompañada de algo que lo hacía singular e inolvidable: la capacidad para observar las cosas desde una óptica trascendente”. También exalta el humor de Castillo “fruto de la alegría de sentirse pleno, asistiendo a la existencia, como le escuché decir más de una vez. Todo eso alimentó una poesía que no resulta fácil de enlazar con las tradiciones literarias locales, ya que sus fuentes fueron claramente universales. El tránsito del asombro a la introspección, de la vida al conocimiento fueron las fuentes en que bebió”.

“La Plata tuvo en él un faro de inteligencia y sensibilidad que, como todos los faros, da su luz a quien la busca. En cuanto a su amor por Grecia, puedo decir que comenzó en las clases de “Historia del Arte” del Colegio Nacional y se acentuó al aprender las primeras palabras en griego con el quiosquero de nombre Karides, cuyo comercio estaba situado pared por medio con “El Día”, donde Horacio trabajó durante largos años como periodista. Luego, la frecuentación de la colectividad griega de la vecina ciudad de Berisso y el diálogo con los tripulantes de los ocasionales barcos de este origen que tocaban el puerto, enriquecieron su dominio de la lengua de Homero”.

De allí a tomar contacto con el mundo griego fue sólo un paso, añadió Oteriño. “Sabiéndose hijo de un país de historia joven como es la Argentina, Castillo adoptó la cultura helénica como arquetipo. Necesitaba del universo simbólico para explorar el corazón humano. Y ello tiene su explicación: porque en Grecia está el fundamento, porque en Grecia está la luz mediterránea que creó una relación erótica entre el hombre y el paisaje, y porque en su mitología Castillo encontró las dos fuerzas bajo cuya tensión escribe toda su obra: lo apolíneo y lo dionisíaco. Esto es: el espíritu de forma, de equilibrio, de aplomo, de mesura, de intelecto, de civilización, y el espíritu de vitalidad, de goce, de éxtasis, de sensualidad, de naturaleza. Horacio Castillo nos dejó poemas inolvidables que no dejamos de releer”, concluyó Oteriño.

Otro amigo continuo de Castillo es el poeta Néstor Mux. El afirma que ambos disponían de “un pesimismo irreductible, aunque disimulado por una pátina de humor” . Recuerda que una vez estuvieron convocados por una crítica literaria a una cena en City Bell, para hablar de sus respectivos libros publicados en esa época “Tuerto Rey” y “Perros atados”. La dueña de casa expuso con generosidad, dijo, los logros que creía advertir en ambos títulos. Cuando Castillo fue consultado en torno a cierto poema suyo se puso de pie, se apoyó levemente sobre una mesita que tenía los vinos y las copas. “Y la mesita, inexplicablemente cayó en medio de un gran desparramo”.

“Para ayudarlo se me ocurrió decirle: ahora rompo algo y queda disimulado lo tuyo”, recuerda Mux. La frase no cayó bien en la anfitriona aunque algunos comensales sonrieron. Llegó el plato principal y de pronto “tomé una jarra de jugo de naranja, se me deslizo de la mano y bañé a la crítica literaria y a toda la mesa…Recuerdo que Castillo explotó de risa, igual que todos los invitados, claro, menos la dueña de casa…Ahora quiero contar que treinta años después, la mañana que Horacio Castillo nos dejó, en el sepelio su mujer, Susana, me dijo que aquella noche fue la vez en que Horacio más se rió en la vida. Era la madrugada, me contó Susana, y se seguía riendo”.

UN POEMA

A continuación se transcribe otro de los poemas inolvidables de Castillo, titulado “Para ser recitado en la barca de Caronte”. Como se sabe, en la mitología griega Caronte era el barquero encargado de llevar las almas de los difuntos de un lado a otro del río Aqueronte. Para pagar ese viaje en la Antigua Grecia se enterraba a los muertos con una moneda bajo la lengua –otros dicen que le ponían dos monedas, una sobre cada ojo- y los que no podían pagar debían aguardar un siglo vagando por las riberas del río Aqueronte, hasta que al vencer ese plazo el barquero aceptaba llevarlos sin cobrar.

Este es el poema de Castillo: “El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:/ estas murallas que caen a pico sobre nosotros,/ aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,/ allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla./ Pero esta moneda de hierro entre los dientes, /este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,/ cierra la boca que desea cantar. / Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,/ mientras el cómitre marca con el látigo el compás, / mientras ordena remar sin interrupción,/ cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz”.

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