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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

¿Para qué vivo?

DR. JOSE LUIS KAUFMANN Monseñor

9 de Diciembre de 2018 | 07:51
Edición impresa

Queridos hermanos y hermanas.

Alguna vez, casi todos, nos preguntamos: ¿Qué hago en la vida? ¿Para qué vivo? ¿Soy el fruto del amor de mis padres o soy algo casual? ¿Tiene mi existencia alguna finalidad?

Son preguntas serias, aunque podría ser que muchas veces queden sin respuesta y con cierto desaliento en quienes las consideran imposibles de resolver. Otras veces, la respuesta es limitada, temporal y, por ello, insuficiente para la solución del enigma.

Muchas personas piensan que podrían ser felices si consiguieran todo lo que anhelan. Pero cuando lo consiguen – riqueza, poder, bienestar; una familia generosa y amigos leales, etcétera –, se dan cuenta de que aún les falta... poco o mucho. Entonces, tampoco son verdaderamente felices. Siempre queda algo que anhela el pobre corazón humano.

Algunos saben que el bienestar material es una fuente de cierta felicidad, pero que también decepciona, engaña y deja cierta insatisfacción. Con frecuencia, los bienes temporales son como el agua salada para el sediento, que en vez de satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica. Éstos han descubierto que el propio corazón no se sacia con bienes pasajeros, ni siquiera si los poseyera en gran abundancia. ¿Por qué?

El objeto de nuestra felicidad no es ni podrá ser jamás un ser humano, por bello, noble, bueno y maravilloso que sea; sino que será el mismo Dios con el que nos uniremos de un modo personal y definitivo

 

Porque nosotros fuimos creados para felicidades insospechadas. Por eso la posesión de lo material no responde a aquellas preguntas fundamentales para nuestra vida. Pero, ¿en qué consiste la felicidad de la cual venimos hablando?

La felicidad esencial consiste exactamente en que hemos sido creados para que lleguemos a poseer a Dios, infinitamente perfecto, y seamos poseídos por Él, en una unión tan íntima y total que ni siquiera podemos remotamente imaginar.

El objeto de nuestra felicidad no es ni podrá ser jamás un ser humano, por bello, noble, bueno y maravilloso que sea; sino que será el mismo Dios con el que nos uniremos de un modo personal y definitivo. Dios, que es la Bondad, la Verdad y la Belleza infinitas; Dios, que lo es todo, y cuyo Amor inconmensurable puede – como ningún amor humano es capaz de hacer – colmar todos los deseos y anhelos de nuestro corazón. Poseeremos entonces una felicidad tan sublime que, “nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2, 9). Y esta felicidad, una vez alcanzada, no se perderá jamás.

Que no se pueda perder significa que, en la Vida verdadera, no habrá sucesión de momentos, no habrá ciclos cronometrables en horas y minutos; tampoco habrá sensación de monotonía, ni sentimiento de espera, ni anhelo de más... Eso es lo maravilloso de nuestro destino: que nunca termina.

Por lo tanto, nuestra felicidad no estará impedida por la sombra de su terminación, como ocurre con todas las dichas terrenas: en la Vida verdadera no sólo seremos felices con la máxima capacidad de nuestro corazón, sino que tendremos además la perfección final de la felicidad, al saber que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada para siempre.

“Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor, si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos” (San Agustín).

¡Vivamos amando según Dios para ser felices en Dios!

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