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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
El 21 de febrero de 1848 aparecía en Londres, por primera vez, el “Manifiesto del partido Comunista”, que pasaría a la historia simplemente como el “Manifiesto Comunista”. Se trataba de un texto (extenso para folleto, breve para libro) cuya redacción había sido encargada a dos jóvenes exiliados alemanes, Karl Marx y Federico Engels, ambos filósofos, economistas y periodistas. El encargo partió de la Liga de los Comunistas, a la cual los redactores del texto pertenecían, una organización que cuestionaba las desigualdades producidas por el capitalismo nacido con la Revolución Industrial. Formada en 1847, su nombre inicial fue La Liga de los Justos. El término comunista se refería, en sus raíces, a los partidarios de la una organización social en comunas, en las cuales la propiedad de la tierra y de los medios de producción fuera común a todos sus integrantes. Una primera expresión relativamente moderna de esta propuesta se dio en el siglo XV, con el grupo de los taboritas, en Bohemia, parte de lo que hoy es la República Checa. Tres siglos más tarde, el periodista y revolucionario francés François Babeuf reivindicaba aquella experiencia y afirmaba: “La tierra no pertenece a nadie y sus frutos son de todos”.
No es este el momento ni el lugar para analizar lo que ocurrió en el siglo veinte, y hasta hoy, con las ideas y propuestas germinales de Marx y Engels, y específicamente con “El Capital”, la obra central del primero. Pero sí para citar uno de los párrafos iniciales de “El Manifiesto”. Allí se lee: “Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado y, al fin, el hombre se ve constreñido por las fuerzas de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”. También ha sido traducido de la siguiente manera: “Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”.
Por diferentes motivos a los que aducían Marx y Engels, esta sentencia parece aplicable en buena medida a los tiempos que corren. Todo lo que era sólido y parecía indestructible, buena parte de las certezas que convencían a los humanos de ser no ya los reyes sino los dioses del universo se desvanecieron en el aire durante el último año. No ocurrió por obra del comunismo, de una revolución social, sino de una minúscula cápsula de material genético invisible a simple vista, un virus llamado COVID-19. Proyectos personales y colectivos, emprendimientos económicos y políticos, vínculos, tratamientos médicos y psicoterapéuticos, posiciones laborales y profesionales, viajes, traslados, prácticamente ninguna experiencia humana quedó al margen, todas fueron afectadas. Desconcierto, miedo, impotencia, incertidumbre, angustia, ira, impaciencia, ansiedad, paranoia. Un amplio abanico de emociones se desplegó de manera extrema, alternando según las personas y las situaciones. ¿Por qué ahora? ¿Por qué a nosotros? Explícitas o implícitas estas dos preguntas nos acompañaron de manera insistente a lo largo de meses de interminables confinamientos, de actividades suspendidas, de idas y vueltas a cargo de autoridades despistadas y científicos desorientados y, en el más reciente capítulo de la saga sin fin, durante la espera de la pócima mágica llamada vacuna.
Mucho de lo que era ya no es, y en cuanto a lo que será, no hay certezas. En realidad, con o sin virus, jamás las hay ni las hubo en la vida, pero es algo que los humanos, desde que existimos, no terminamos de aceptar, y mucho menos en tiempos de un desarrollo tecnológico y científico que prometió todas las seguridades, y hasta la inmortalidad, mientras olvidaba necesidades para atender a deseos y se desligaba de obligaciones morales.
Respecto de lo que viene, los optimistas creen que será el fin del egoísmo individual y colectivo, que viviremos en un mundo solidario, que se recobrará un olvidado respeto por la naturaleza y por las demás especies, que veremos una humanidad más austera y compasiva, que la desgracia fue un llamado de atención para orientarnos hacia un porvenir más luminoso que el que nos estábamos labrando. Los pesimistas, o escépticos, piensan que apenas logremos empatarle el partido al virus volverá la vieja normalidad recargada, tras el síndrome de abstinencia de los egoístas, los depredadores, los generadores de desigualdad, los acaparadores, los indiferentes al padecimiento ajeno o a la necesidad del prójimo. Ponen como un ejemplo sintetizador el modo en que los países ricos se abarrotan de millones de dosis de vacunas que exceden largamente a sus poblaciones y necesidades, o el modo obsceno en que las farmacéuticas involucradas en las vacunas estimulan nuevos negocios o incrementan bulímicamente las ganancias de los megamillonarios que ya detentan la mayor parte de la riqueza mundial, mientras masas de humanos siguen olvidadas en las profundidades del hambre y la pobreza. Los optimistas, confiados en la magia de sus deseos, creen que solo se trata de esperar, que no es necesario hacer algo, que lo principal ya lo hizo el virus: despertar conciencias. Los pesimistas, resignados a la condición incorregible de la avaricia, el egoísmo, la soberbia y la indiferencia de los humanos, consideran que es inútil intentar acciones transformadoras. Por diferentes caminos llegan al mismo lugar: la pasividad y la inercia.
Algo hay de cierto. Experiencias extremas como la que venimos viviendo desde marzo de 2020, funcionan como radiografía de la sociedad y de los individuos que la componen. Y, por distintos motivos, la mayoría de los humanos no saldrá igual de esta travesía. Hay quienes cambiarán hábitos, proyectos, rumbos existenciales por propia decisión, despertando de un largo sueño o apurando un proceso que ya estaba en camino antes de la pandemia. Otros cambiarán a la fuerza, o lo harán sin darse cuenta, mientras van tropezando con las circunstancias que les opone la vida. A todos nos cabe un interrogante: ¿podremos vivir de otra manera? ¿Sabremos hacerlo? ¿Querremos? En muchos aspectos el mundo ya no es ni será el mismo. En muchos otros aspectos se mantendrán (se mantienen) las apariencias, los hábitos, los mecanismos. Pero gran parte de lo que se creía permanente se esfumó y una parte esencial de lo que parecía sólido (trabajo, vínculos, proyectos, planes, etcétera) se desvaneció en el aire. “El hombre se ve constreñido por las fuerzas de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”, escribían hace casi dos siglos los jóvenes Marx y Engels. La sociedad en la que viviremos dependerá de lo que cada uno decida y haga acerca de su vida, del modo en que ponga en acción sus valores, de cómo nos vinculemos y de cuáles sean nuestras prioridades: sobrevivir o vivir para algo. El próximo virus (siempre los habrá) nos pedirá la respuesta.
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