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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
El español, lengua que hablamos, cuenta con un léxico estimado entre 800 mil y un millón de palabras. Lengua romance originada en el latín aunque alimentada luego por diversas fuentes, es usada hoy por unos 600 millones de hablantes en todo el planeta (un 7 por ciento de la población mundial), quienes lo emplean oficialmente en 21 países. De este cuantioso léxico la Real Academia Española, organismo que establece y regula las normas idiomáticas desde 1870, oficializó en su última revisión 93.111 palabras, a las que agregó unos 19 mil americanismos. Si se advierten las diferentes acepciones y sentidos aceptados en el Diccionario de la Lengua Española (DLE) se llega a unos 600 mil significados.
Como suele ocurrir, las cifras son mucho más que una mera acumulación de números. En este caso vienen a demostrar la riqueza, la vigencia, la plasticidad y hasta la generosidad de nuestro idioma. Con él, a lo largo de la historia sus hablantes nos hemos amado, hemos expresado ideas, proyectos, sensaciones y sentimientos, hemos contado historias, hemos conservado testimonios y memorias, hemos debatido desacuerdos, nos hemos alabado e insultado, hemos planteado necesidades y ofrecido ayuda. Hemos honrado, en definitiva, la función esencial de esta creación humana que es el lenguaje y sus diferentes lenguas. Esa función es crear puentes de comunicación que nos permitan salir de aquello que el gran pensador alemán Erich Fromm (1900-1980) llamó “separatidad”, en su ensayo “El arte de amar”.
La “separatidad” es la angustia existencial que atrapa al ser humano cuando, en edad muy temprana, advierte que él es único, que su historia, su existencia, sus experiencias, sus sentimientos, sus sensaciones, le son propios e intransferibles y teme vivir para siempre solo, encapsulado en su singularidad, aun cuando habite entre millones de congéneres. El arte de amar es el arte de construir puentes hacia el otro, de ir a su encuentro para abandonar ambas “separatidades”, y en esa construcción el lenguaje y sus lenguas, sus idiomas, es un factor fundamental.
“No debemos deformar la lengua para defender causas. Tenemos que saber usar las palabras y que nuestros discursos tengan contenido rico, valioso, incluso para defender causas. La lengua no tiene por qué renquear”
Alicia Zorrilla,
presidenta de la Academia Argentina de las Letras
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De esa necesidad existencial básica nacen los idiomas y se extienden y multiplican sus funciones. Tomemos nuevamente el nuestro. Repasemos las cifras expuestas en los primeros párrafos de este texto. Y preguntémonos: ¿no es, acaso, una lengua suficientemente rica, generosa, plástica, explícita, abundante? ¿No es magnánima, magnífica y espléndida en su ofrecimiento de recursos para explorar la existencia y la experiencia humana en todas sus dimensiones, incluidas las más profundas y misteriosas? ¿No es sobradamente inclusiva para expresarnos, comunicarnos, entendernos y explorar la vida en general y nuestra propia vida personal en particular? Por supuesto, no se trata de preguntas ingenuas y son, desde ya, retóricas, porque llevan incluidas las respuestas. Y esas respuestas no pueden menos que ser afirmativas.
Sin embargo, hay quienes proponen una curiosa y contradictoria operación quirúrgica para hacer “inclusiva” a esta lengua tan generosa y continente. Dicha operación consistiría en mutilar el idioma excluyendo vocales (en especial la o), retorciendo palabras hasta hacerlas irreconocibles en su escritura, impronunciables en su lectura e incomprensibles en su uso. Todo en nombre de un así llamado “lenguaje inclusivo”, que vendría a terminar mágicamente con las desigualdades, las inequidades, la pobreza y la injusticia por el solo hecho de modificar palabras (aunque la realidad dolorosa siga su marcha por los carriles de siempre) y nos haría vivir en un mundo mejor. Una reedición, en versión muy precaria y elemental, de la idea que denunciaba el escritor, periodista y ensayista inglés George Orwell (1903-1950) en su visionaria novela “1984”, cuando contaba cómo se establecía obligatoriamente en Oceanía (país ficticio en el que transcurre la acción) la “neolengua”, un lenguaje que omitía la realidad e inventaba sucesos inexistentes imponiéndolos como reales. La “neolengua inclusiva” de nuestros tiempos pretende ser aplicada hoy en reparticiones oficiales tanto en ordenes provinciales como nacional y hasta en la educación. Lo que resulta pintoresco, absurdo o ridículo cuando se escucha (ya que leerlo es imposible) en boca de algunos comunicadores, en redes sociales o en textos y discursos de personajes académicos es inquietante cuando amenaza ser una imposición desde el poder.
Hay una distorsión inicial, consistente en llamar “lenguaje”, confundiéndolo con lengua, a lo que es una jerga. El Diccionario de la Lengua define a jerga como “lenguaje especial utilizado originalmente con propósitos crípticos por determinados grupos, que a veces se extiende al uso general; por ejemplo, la jerga de los maleantes”. Así como las hay de los maleantes hay jergas de deportistas, de políticos, de economistas, de científicos, hay jergas de familias, etcétera. Como bien señala el Diccionario, las jergas se usan en grupos específicos. Y son crípticas. Cierran la comunicación. Dejan afuera a quien no las entiende o no comparte el contenido que se proponen transmitir. Son, por definición, excluyentes. Crean una grieta más en una sociedad agrietada. Es curioso, entonces, que lo que se pretende imponer como lenguaje “inclusivo” tenga el efecto opuesto. Y quede reducido a lo que muchas jergas suelen ser: un código de secta. Las jergas, por lo demás, siguen el camino contrario al que recorren las lenguas en su enriquecimiento. Estas nacen de vivencias y experiencias reales de sus hablantes y las reflejan. En el caso de la jerga excluyente la intención es imponer palabras que los hablantes no usan ni comprenden en sus vivencias y desde allí modificar la realidad.
Todo esto sería anecdótico si no fuera porque incluso las jergas, como todo uso que se haga de las palabras, reflejan modelos mentales y procesos de pensamiento. Y hay una simultaneidad peligrosa entre la jerga excluyente y la cultura del escrache y de la cancelación. Son primas hermanas y se alimentan de la leche de la intolerancia. Los militantes de dichas jerga y cultura son a menudo los mismos. La cultura de la cancelación, un virus que se extiende peligrosamente, en especial a través de las redes sociales, consiste en proponer y ejecutar la eliminación de todo aquel o aquello que no se alineen con las ideas de la secta, con su ideología y su jerga. Las eliminaciones o escraches virtuales bien pueden ser simbolizaciones o metáforas de una intención más oscura o de una vocación autoritaria que busca su oportunidad para materializarse en nombre de un “progresismo” que, como la jerga excluyente que lo expresa, es paradójico, puesto que en los hechos es retrógrado.
“El lenguaje inclusivo no es un lenguaje, sino el espejo de una posición sociopolítica”, sostuvo la presidenta de la Academia Argentina de las Letras, Alicia Zorrilla, entrevistada por el diario madrileño El País. Y ante El Universal, México, añadió: “No debemos deformar la lengua para defender causas. Tenemos que saber usar las palabras y que nuestros discursos tengan contenido rico, valioso, incluso para defender causas. La lengua no tiene por qué renquear”. ¿Será mucho pedir? En muchos casos pareciera que sí.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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