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Los tiempos de charlas en La Paris. Su paso por la redacción de EL DIA, donde se formó y le tomó el gusto a las palabras. Y la pasión por Estudiantes. El tiempo de levantar vuelo y dejar la Ciudad para instalarse en Buenos Aires. La política, el espectáculo y la familia
Osvaldo Papaleo, durante la charla con EL DIA / Roberto Acosta
ALEJANDRO CASTAÑEDA
Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
“Me fui de La Plata en 1965, pero siempre estoy volviendo”, como decía Pichuco. Su vida, en los sesenta, antes de partir hacia tierras porteñas, tenía tres sedes: la Paris, donde la charla no progresaba ni llegaba a una conclusión porque su razón de ser era el disenso y el alargue; la redacción de EL DIA, donde se formó y les tomó el gusto a las palabras, que fueron su herramienta. Y en tercer lugar, la cancha de Estudiantes, un ámbito al que le rindió culto con devoción absoluta, ese rincón anhelado que a veces te alegra y a veces te abofetea, pero al final, el que menos te pide y el que más te da.
La casa donde nació “Bebín” (su alias platense) estaba en 66 y 22. Después se mudaron a 7 y 41, donde ganó otra geografía, arraigo y barra. La primaria la hizo en 9 y 48 y recuerda especialmente a la maestra Clara Zaparelli. “Era linda y buena, y alguna vez nos reunimos otra vez con ella para recordar viejos tiempos”. Le digo: “Linda y de sexto, es una mezcla imbatible”, y Papaleo se ríe y se refriega las manos.
Osvaldo es uno de esos platenses que levantaron vuelo, se fueron a Buenos Aires y allí se quedaron. Tuvo una vida movida que lo llevó a ser espectador privilegiado y protagonista de algunos momentos históricos, una vida que se hizo a los golpes (los afortunados, los de Estado y los otros), que anduvo entre los despachos lustrosos de los altares políticos y en calabozos de extramuros, que sabe del amor y la tortura, que se codeó con el poder y con todo lo que eso recompensa, exige y significa. Su álbum de fotos repasa con elocuencia una biografía que está llena de sucesos. Y sus recuerdos van y vienen por esos 55 kilómetros, por entonces desprovistos de autopista, que unen dos capitales en las que Papaleo siempre ha jugado de local.
La memoria prefiere eludir las luces y sombras de cualquier deriva política, y prefiere anclarse en Zubeldía, Bilardo, los rincones de su ciudad natal, los Verón, su querido Colegio Nacional, los títulos. Le gustan las multitudes y sus evocaciones viajan hacia esos verdores donde aprendió que 90 minutos de vértigo te pueden marear varios días. Y su memoria se estira: “Dejé EL DIA en 1965, me fui a trabajar en La Razón, pero guardo hermosos recuerdos de aquella redacción, especialmente de David Kraiselburd, un verdadero director, de esos que inspiraba, formaba y miraba siempre más lejos. Fue un hombre de acción que no dudó, siendo muy joven, en participar en la Guerra Civil Española y que a muchos -entre los que me incluyo- nos contagió anarquismo y ganas de meternos en los barullos”.
Papaleo e Irma Roy
La vida de Osvaldo sobresale más por su recorrido que por sus logros. Despliega sobre la mesa del café una veintena de fotos, con personajes de todos los colores, una colección de imágenes que van de Perón a Bilardo, de Lorenzo Miguel a José Sacristán, de Elis Regina a Atahualpa, compartiendo una reunión de ministros o recibiendo, como productor, el premio en el festival de San Sebastián por el film “Un lugar en el mundo”; un repertorio de momentos y personajes notables que sin duda le dieron ánimo y energía a este tipo ansioso, movedizo, entusiasta, que mientras va deshojando su recuerdo y repasando sus fotos va coloreando cada evocación con algún oportuno subrayado.
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Anduvo por varias canchas paseando su energía y su peronismo. Una figura central en su proyección política fue Antonio Cafiero, que lo llevó como asesor al Congreso y que durante su gobernación lo nombró primero secretario de Prensa y Difusión, y después, presidente de la Lotería de la Provincia, dos lugares donde lo azaroso convive con el pálpito. Papaleo nutrió allí su formación política. Quizá aprendió de Zubeldía a desenredar los claroscuros de un mundo que exige cábalas, contraataque y espaldas bien cubiertas. Capitaneó Canal 9, fue director de Canal 13 y el destino lo eligió como el último secretario de Prensa y Difusión de un gobierno -el de Isabel Perón- al que ya no le quedaban ni ganas de comunicar.
“¿Boliches de aquí? No recuerdo ninguno porque nunca fui bolichero, no sé bailar. Aquellos eran años esencialmente de palabras, barras y cafés” resume “Bebín”. La París, como todo bar estratégico, era una atalaya inmejorable para ver transcurrir la Ciudad.
“Me acuerdo de las charlas con amigos hasta la madrugada, de los compañeros del Diario -el vasco Areta, Poroto Bordenave, Marcos Aronín, el Negro Castillo-, de Sergio Karakachoff, del negro Cabrera, de novias inolvidables como la bella Greco y Graciela Soutel -hija del presidente Pincha, elección perfecta-, de las pizzas de Bacci, de las funciones de trasnoche, de teorizar largo y tendido sobre ese mundo que venía asomando con cambios totales...”.
“Me acuerdo de las charlas con amigos hasta la madrugada y de los compañeros del Diario”
Recuerda estos pagos como hospitalarios, inspiradores, creativos. “Los platenses dejaron su marca en todos los escenarios. En ciencia, en arte, en deporte. La plástica, la medicina, el rugby, la literatura y el fútbol se enriquecieron con nuestros talentos. Ellos fueron nuestros mejores embajadores. En un momento, cuando la televisión reinaba, yo conducía el noticiero del 9 y Chacho Marchetti, Telenoche. Ambos platenses. Un semanario de aquella época nos ilustró con una foto a doble página de algunos platenses que nos abríamos paso en Buenos Aires”. Uno se acuerda de Pochola Silva, Federico Luppi, Lito Cruz, La Negra Poli, los Moura…
Ésta era -nos dice Papaleo- una ciudad sin vértigo, que se fue enriqueciendo y ganando carácter gracias también a los estudiantes del interior que venían y a los peruanos que llegaban para formarse. Había lugar para todo. Con ese material, tan diverso, sus calles fueron inquietas y bulliciosas… era un tiempo donde parecía que todo estaba por hacerse y que nosotros éramos los que teníamos que hacerlo.
En Buenos Aires, frecuentó otras veredas, se casó con la actriz Irma Roy y el amor se encargó del resto. Junto a ella afianzó su vocación política. “Nos unía no sólo el amor, también lo hacían el peronismo y el espectáculo, que acabaron siendo el alimento principal de Carolina, nuestra hija”. En una foto se lo ve junto a su mujer, Irma, en el casamiento de su hermana Lidia con Dudy Graiver, un emprendedor millonario de vida sigilosa y muerte misteriosa, que fue el dueño del recordado diario La Opinión y cuya desaparición tuvo una cuota inevitable de intriga y especulaciones.
-¿Cómo viviste la noche del golpe de Estado, el 24 de marzo de 1976?
-Estaba en la Casa Rosada, leal a la presidenta, que no renunció como le pedían muchos. Estábamos Isabel, Cafiero, Unamuno, ministro de Trabajo, Julio González”. Sabían que iban a terminar todos presos por la inminente llegada de un golpe que estaba más anunciado que un estreno de cine. “Nos quedamos esperando junto a Isabel por lealtad a su investidura. No fuimos héroes, sino responsables políticos. Estuvimos presos en el buque 33 Orientales, amarrado en el Apostadero Naval, junto a otros funcionarios y dirigentes peronistas, como los ministros Liberman y Miralles. Siempre me acuerdo de Menem por lo impecable. Todos andábamos vestidos como podíamos, pero Menem se presentaba cada mañana de punta en blanco”.
“De allí me llevaron primero a la cárcel de Devoto y después a Caseros. Cuando me liberaron, volví a casa, pero caí otra vez a los pocos meses, en abril del ‘77, por ser cuñado de Dudy Graiver. Ese capítulo fue lo peor que viví: me metieron nueve meses en Puesto Vasco, que estaba en Don Bosco, en Bernal, un verdadero campo de concentración, donde la pasamos mal, mal. Estaba con Jacobo Timerman, el fundador de La Opinión, que tenía miedo que lo mataran, porque el temible Camps lo había encerrado por ser judío. Jacobo tenía miedo. No quería comer porque decía que lo iban a envenenar... Era una vida muy dura, había picana para todos. Un día me preguntaron si Héctor Ricardo García era judío. Les dije que no creía semejante cosa. Años después, en su autobiografía, García, el fundador de Crónica, me lo agradeció al comienzo de su libro”.
Cuando quedó en libertad, Bebín hizo a un lado la política y se fue a Brasil. Produjo espectáculos de figuras como Atahualpa Yupanqui, Astor Piazzolla, Elis Regina, José Sacristán, José Larralde, Ney Matogrosso, Nacha Guevara y Jorge Donn, entre otros. Ahora vive en Buenos Aires y su mayor compromiso es con Estudiantes. “Lo sigo a todos lados. No me pierdo ni los amistosos. Cada partido vuelvo a la Ciudad”. Es más un pacto moral que una cita deportiva. La del fútbol es una pasión intensa que no necesita logros -aunque los busca- para perpetuarse. “Yo tengo hermosos recuerdo de la Ciudad, y cada quince días la cita con Estudiantes es la mejor manera de revivirlos y afianzarlos”.
RECUERDO
FUE EL PRIMER PERIODISTA QUE DIO LA NOTICIA DE LA APARICIÓN DE LOS RESTOS DE EVA PERÓN
El año 1971 le llegó una primicia que hizo historia. Fue sin duda un privilegio ser el primer periodista en llegar al cementerio donde habían estado ocultos los restos de Evita. “La información me la dio Carlos Spadone. Fui a verlo a Alejandro Romay, le conté, me dio los fondos y el permiso de viajar. Al llegar a Milán, Italia nos dirigimos al cementerio. El cadáver lo llevó allí la Iglesia por un encargo de Aramburu y se hizo cargo de la seguridad del cuerpo. Le puso otro nombre (María Maggi de Magistris) y lo preservó. El cadáver salió de Milán rumbo a Puerta de Hierro, en España. Fue un recorrido importante que pasó por Francia, siempre con el nombre de María Magistris. Sin duda resultó muy emocionante ver a Perón recibir el cuerpo. La devolución del cadáver fue la bandera de la militancia durante mucho tiempo.
El andar de Osvaldo es firme y su melena es generosa. Está bien y sabe cuidarse. “Hay una dosis de fortuna y de genética, pero también de llevar una vida sana y de tener buenos hábitos como el de no haber fumado jamás y eso que viví aquellos tiempos de la política donde fumaban todos. Me acuerdo que cuando íbamos a ver a Perón a Puerta de Hierro y hacíamos alguna caminata, nos preguntaba si teníamos cigarrillos porque él los tenía prohibidos por sus graves problemas circulatorios. Algunas de esas visitas las hacíamos con Enrique Omar Sívori, aquel gran jugador de River Plate, que había sido muy fumador. Yo lo cargaba y le decía que Perón lo recibía porque era el dealer de los cigarrillos”.
-¿Qué recuerdos tenés de Perón?
-Si bien lo conocí ya grande, tenía una lucidez increíble. Él entra en crisis recién los últimos días antes de morir. De hecho, el 12 de junio de 1974 dio en la Plaza de Mayo un discurso clave para la vida política argentina y fue a pocos días de morir. Era ascético en sus costumbres, tenía la educación del Colegio Militar. Le gustaba la charla y que lo escuchen. También era cálido y nada autoritario. Había estudiado mucho, tenía una gran dedicación por leer todo lo que sucedía en el mundo.
Papaleo en un encuentro con el expresidente Juan Domingo Perón
¿De dónde viene la pelota? Dice la historia que veinticinco siglos atrás, en la antigua China, apareció la pelota para que pudiera jugar la tropa. Desde allí cambió su aspecto y su material, pero quedó desde siempre asociada al juego, a lo mejor del hombre, obligada a ser eternamente el único botín de un alborotado campo de batalla donde el engaño, la falta y la travesura tienen el sabor de la euforia incontenible. Papaleo por eso deja su ofrenda quincenalmente en el altar de UNO, ejerciendo -como dice Caparrós- ese “fanatismo de la nada” y viviendo a fondo una pasión tan leal y tan desinteresada. Papaleo puede hacer suya la frase de ese gran periodista deportivo que fue Mike Marqusee: “Mirar un partido no es un proceso pasivo, sino que involucra nuestra imaginación, nuestra interpretación y nuestra memoria”. Por esa camiseta, siempre está volviendo.
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