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“¿A partir de qué edad se puede empesar (SIC) a torturar a un niño?” con esta pregunta, ortográficamente incorrecta y escrita en un cuaderno de notas, parte “Dos veces junio”, la novela que Martín Kohan publicó en 2002 y que, veintitrés años después, se consolidó como una de las ficciones más potentes sobre la última dictadura cívico-militar argentina. Es potente -y no necesariamente por una brutalidad explícita-, sino por el frío, por el des apasionamiento, por una sobriedad quirúrgica que recorta escenas con bisturí y deja sangrar el vacío.
El narrador es un conscripto. Un muchacho joven, obligado a cumplir el servicio militar en plena dictadura, que trabaja como chofer de un médico del Ejército. En junio del ’78, en plena fiebre mundialista, acompaña a su superior en tareas que progresivamente revelan su carácter siniestro. Lo que se le encarga no es sólo conducir: es asistir, en silencio y sin preguntas, a una maquinaria del horror cuidadosamente aceitada. Años más tarde, en junio del ’82 -el final de una época- ese mismo muchacho, ya devenido estudiante de Medicina, visita a su antiguo jefe en condiciones diametralmente opuestas. La simetría temporal entre ambos episodios es más que un recurso estructural: es el eco de una repetición cíclica, la confirmación de que el tiempo histórico no es necesariamente avance o evolución, sino también reiteración, parálisis, loop.
Lo que hace de “Dos veces junio” una novela inquietante no es sólo su tema, sino la mirada desde la cual está narrada. El conscripto, que ve, escucha y transcribe, no reacciona. Su principal conflicto interno no es ético ni moral, sino gramatical: al leer la pregunta sobre la tortura de niños, lo que le incomoda no es el contenido sino la falta de ortografía (“empesar” con s). Esa anomalía, ese desplazamiento, es el gesto con el que Kohan revela el verdadero núcleo de su novela: no el espanto de los actos en sí, sino la indiferencia con que pueden ser registrados.
“¿A partir de que edad se puede empesar (sic) a torturar a un niño?”: el prometedor inicio
Kohan trabaja con un estilo contenido, casi pudoroso. Hay una economía del lenguaje que prescinde del énfasis, del melodrama, del subrayado. Todo está en los bordes, en lo que no se dice, en lo que se omite. No hay monólogos interiores desgarrados ni giros heroicos. Hay una voz opaca, neutra, que detalla movimientos, horarios, indicaciones. Una voz que apenas roza el significado de lo que narra. Y es justamente esa neutralidad lo que vuelve todo más denso, más perturbador. A través de una estructura sobria y una voz narrativa ausente de emoción, Kohan logra recrear no sólo el clima político de los años de plomo, sino también una subjetividad muy particular: la de quienes participaron del engranaje sin haberlo comprendido del todo, la de quienes no reaccionaron, la de quienes no supieron -o no quisieron- ver. No juzga, no coloca al lector en un pedestal moral, sino lo arrastra a ese mismo barro, a ese mismo silencio. ¿Qué vio el conscripto? ¿Qué hubiéramos visto nosotros?
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