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Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Tres pisos de pinturas bidimensionales, grabados, xilo-collage-relieves, ensamblajes y construcciones poliméricas, formatos que surgieron de la inventiva de Antonio Berni a lo largo de 20 años para expresar una nueva realidad, tejen la historia de un sueño perdido, de una nación derrumbada.
Juanito Laguna y Ramona Montiel son los protagonistas: figuras prototípicas, moldes, tacos de grabado, las criaturas emblema de Berni, reunidas por primera vez en Argentina en una exhaustiva exposición en el MALBA que pone a disposición 150 obras, surgen hacia fines de los 50.
En plena era desarrollista, Juanito aparece en la urbe marginal, hijo de una familia que se muda del campo a la ciudad para conseguir trabajo y perseguir ilusiones de pompas de jabón. Pero la pintura tradicional no ayudaba a Berni a captar la realidad material de su personaje: y es por eso que rápidamente comienza a incorporar relieve a su obra a partir de elementos de la época (latas de aceite, chapas, partes de motores). Y Juanito y su realidad, entonces, cobran vida, tridimensionalidad.
<p class="destacado"><strong>Valiéndose de objetos encontrados en la basura de la época, una vez más, las partes se funden en un todo monstruoso, subproducto mutante con evidentes influencias del carnaval latinoamericano en el color y las formas, y también del arte pop, pero muy lejos del tono burbujeante del último: porque Berni se opone al arte de elites, pero su crítica es mucho más visceral</strong></p>
Porque, si la historia del arte es la historia de la técnica, la historia de Juanito, y también de Berni, también puede ser leída a través de los materiales. Aquellos primeros retratos infantiles de Juanito en la villa, con su trompo, en medio de malezas, basurales y casas precarias, se transforman en el relato de la polución y el fracaso de un modelo a medida que una cantidad desmesurada de metal descartado comienza a poblar los paisajes del personaje.
Enseguida aparece Ramona: contracara femenina de Juanito, Ramona Montiel, figura tanguera construida a partir de lo hallado en el mercado de pulgas francés y, particularmente, las imágenes publicitarias, persigue las luces de la ciudad, las ilusiones urbanas de la televisión y las revistas, en busca de una vida mejor, y termina trabajando en un cabaret con una serie de “amigos” benefactores de la alta sociedad retratados de forma monstruosa y paródica por Berni.
Pero los coroneles, políticos y millonarios no son los únicos monstruos de la bestiario berniano: aparecen también la hipocresía, la voracidad y otros seres que viven en los sueños de Ramona como pesadillas, como frustraciones de una vida de prostitución, y que, por ende, no pueden evitar convertirse en figuras tridimensionales en las “construcciones polimatéricas” del artista argentino.
Valiéndose de objetos encontrados en la basura de la época, una vez más, las partes se funden en un todo monstruoso, subproducto mutante con evidentes influencias del carnaval latinoamericano en el color y las formas, y también del arte pop, pero muy lejos del tono burbujeante del último: porque Berni se opone al arte de elites, pero su crítica (a una estética –sus construcciones causaron espanto por su culto a la fealdad- y también a un proyecto de nación) es mucho más visceral.
Esa visceralidad forzó a Berni a retratar parte de su mitología de Ramona a través de estos monstruos imaginarios: el paisaje urbano de Ramona aparece poblado por las imágenes de tevé, las publicidades, el cine, como el de Juanito estaba repleto de desechos industriales, pero el relieve y los materiales parecen no ser capaces de expresar la desesperación, parecen urgir escapar del lienzo. Y entonces, la imaginación se vuelve tridimensional en los monstruos, los valores de una época que, voraces, devoran gigantescas muñecas barbies vestidas con encaje.
El otro avatar de las transformaciones de un país, Juanito regresa a la obra berniana en los ’70 para cerrarla: ya ha pasado Ramona y una década de fracasos nacionales. La esperanza del jovencito juguetón parece cada vez más fútil, dormido Juanito con un avión de juguete en el que nunca volará, o mirando televisión en el medio de la nada, ya crecido e inexorablemente marginal, rodeado de un paisaje casi apocalíptico, que con sus nubes de metal oxidado parece prever, desde las orillas, la pesimista década del ’80 que, en todo el mundo, significó el fin de ciertas ilusiones industriales y el nacimiento de toda una estética, el cyberpunk, donde lo único que queda de aquel sueño desarrollista son los despojos, la contaminación, y un mundo superpoblado de marginalidad.
En el Malba, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Figueroa Alcorta 1425, hasta el 1° de marzo.
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